
martes, 26 de febrero de 2008
El deseo

domingo, 17 de febrero de 2008
El hogar se queda atrás, pero siempre espera.
Comencé a escuchar las primeras voces del mercado nocturno, unas más altas que otras, graves, finas, suaves y fuertes. Cada una de ellas me fue mostrando a su dueño al acercarme.
Un jovencito de rostro alegre y ojos despiertos rozó mis enguantadas manos, “¿Un periódico, señor?”, preguntó, ofreciéndome uno de los diarios mientras sujetaba entre su raída chaqueta varios ejemplares más. Rebusqué entre mis bolsillos, deseando encontrar quizás, alguna moneda perdida. Mis dedos rozaron el metal, pero en aquel entonces supe cual sería el destino de aquel objeto.
Caminé varios metros, dirigiéndome allí donde un edificio enorme presidía la plaza, donde los balcones eran más grandes y las puertas más anchas, donde la construcción parecía brillar orgullosa de los siglos llevados en cada piedra que la constituían. Pude escuchar entonces la voz de un anciano, serena y profunda. Sus arrugadas manos sujetaban un fino palo, mientras una manzana nadaba en un bolde impregnándose de un sabroso caramelo. Continué no obstante, acompañado del meloso olor. Subí varias escaleras alejándome del bullicio. Un perro permanecía tumbado al pie de una puerta abierta y al pasar junto a él gimió protestando por mi molesta presencia. Saqué la moneda y la lance. El redondeado metal giro en el aire, hundiéndose al final en las tranquilas aguas de la fuente de los deseos. “Estoy en casa” sollocé “Estoy en casa”.
viernes, 15 de febrero de 2008
Mi interior
domingo, 10 de febrero de 2008
Tras la cerradura
No era la primera vez que escuchaba esas malsonantes palabras. Aquella noche, sin embargo, dolían más de lo habitual. El tono austero que parecía gobernar al inicio de la cena había derivado en una complejidad de frases, reproches y gestos desafiantes. No había más dominio que la anarquía familiar y el riesgo provocado por un tirano ahora desconocido. Por consejo de su propio instinto de supervivencia corrió hacia su cuarto, donde los juguetes y la puerta forrada de coloridos carteles conseguirían protegerle hasta el amanecer. Él niño miró a través de la cerradura, rezando porque con su desaparición de escena los ánimos se hubiesen calmado. Pero la ira de su padre, lejos de menguar, engulló el poco sentido común que resistía en aquel salón, arremetiendo contra la única persona que aún se atrevía a desafiarle. Miró con impaciencia y temor, apoyando su mejilla a la férrea placa que rodeaba la manilla. Su ojo derecho podía distinguir los acontecimientos desde el otro lado de la puerta, el izquierdo permanecía cerrado con fuerza al igual que sus insignificantes puños.
El primer golpe no tardó en llegar. Aunque aquella severa mano siempre había estado en la antesala de la violencia, era la primera vez que su padre sobrepasaba el límite desde el daño emocional hasta la piel de su madre. Habitualmente solía recolectar él los frutos de tanta furia y maldad. “Mama” gritó el pequeño aún en el temor de que el ogro atravesase su infantil guarida. Le siguieron más golpes, tantos que los puños del niño tomaron el mismo color que el rostro de su madre. Otro golpe, el último, invisible desde su posición de espectador atemorizado. Algo cayó sobre la puerta tapando el agujero. Se hizo la oscuridad, el silencio. Sus manos se aflojaron para abrazar su pecho sin apartar la mirada de su objetivo, esperando una palabra, un susurro, un lamento que le rescatara de la incertidumbre. Finalmente la luz amarillenta atravesó de nuevo la abertura aclarando su pupila. “Tranquilo cariño, ya todo se ha acabado”, escuchó, vislumbrando el lastimado rostro de su madre que por primera vez se permitía una ligera sonrisa.