jueves, 31 de enero de 2008

EL ESPACIO DE DIEZ NOTAS


En este espacio sonoro formado dentro de mi alcoba escucho la melodía pronunciada por un violín. Un espacio proscrito destinado a invadir mis sentimientos con cada alteración musical. Notas que simulan ser peatones de ese mismo espacio, colocados uno a uno en una calle concurrida llena de baldosas ciegas a cualquier sensación, ajenas al propio transcurso de los tiempos dictados. Y en la evolución del espacio entre sonido y sonido, crece un espacio vital donde emerge una idea, una fuerza interior que niega cualquier fragilidad pero que provoca una lágrima de belleza, de hermosura. Aún así, mientras se funden los retazos en singulares melodías que me invitan a soñar, se abre un espacio quebrado y triste, insensible a las cuatro paredes que conspiran contra mi espacio imaginario.

Tic Tac, regulan las notas su paso de baile, tic tac, ordenan su falta de espacio. Los dedos las permiten salir, el autor las crea con una mirada perdida en el espacio, las cuerdas las impulsan, las balancean animándolas a ser una sola entidad, un solo cuerpo. Y entonces la propia existencia les da un nombre en el espacio de un instante y las llama "Música".

viernes, 25 de enero de 2008

UNA MIRADA DESDE EL BANCO DE UNA ESTACIÓN CUALQUIERA


Estación de Landora, 26 de Julio 14:25 de la tarde.

El murmullo de los trenes hacía ensordecer a la muchedumbre que allí se agolpaba, golpeaba y esquivaba de forma autómata. La estación de Landora, por lo normal, era un lugar apacible para disfrutar con el devenir de personas, observar sus rostros, contar las maletas e imaginar cada una de las historias que les habían conducido a un lugar tan particular. Pero aquella tarde, el retraso de varios trenes y las fechas veraniegas, hacían irreconocible el lugar.

En la entrada, multitud de periodistas con sus cámaras y micrófonos, rodeaban a un tal “Nugal Tocbal”, un político de uno de esos países africanos cuyo nombre parece no existir hasta que sale en los telediarios. Una forzada sonrisa hacía apenas perceptible en el rostro del hombre su cansada mirada. El Sr. Tocbal portaba una fotografía entre las manos de su familia, anunciando con voz serena que agradecía que nuestro país le hubiese acogido en su exilio. Los flashes y las preguntas sin orden alguno aumentaban, mientras un locutor de pelo alborotado (sin que se pudiese distinguir si el peinado lo traía desde casa o había surgido en el intento de conseguir el mejor reportaje), explicaba la delicada situación del país de procedencia del invitado y la urgencia en proteger a tan renombrado personaje.

No menos curiosa era la pareja de novios que recién llegados desde el andén cinco, buscaban con relativa calma un carro para las maletas. Ambos miraban con interés lo que parecía ser la guía de Landora, a mi parecer, demasiado voluminosa para el poco interés turístico de la localidad. Los arrumacos comenzaron a ser un espectáculo más entretenido que el televisivo Sr. Tocbal. Un grupo de muchachos con mochila a la espalda les silbaron, para irse a continuación a la esquina de la estación que parecía más cómoda para pasar la noche hasta el próximo tren.

De vez en cuando, uno de los mochileros deleitaba a los viajeros con la lectura en voz alta de “Ciento y un días en mil países”, una obra poco conocida pero de gran valor literario, que narraba las andanzas de un lord inglés convencido en descubrir los misterios de los países más allá de los acantilados de su Gran Bretaña: “Dos son las cosas que distingo en esta aldea de Las Indias…” gritaba apasionado el mochilero interpretando con interés la lectura “…las mujeres hermosas y el delicado y preciado olor del café”.

A las espaldas de todo, una mujer abrazaba un pequeño bulto conformado por una tela roída en la que guardaba varias prendas y algún bocadillo. Con la cabeza agachada, miraba sin embargo alrededor, pendiente de cuanto le rodeaba, cerrando los ojos lo necesario para que no se resecasen sus hermosos ojos negros. Algunos viajeros evitaban cruzarse o incluso acercarse a la joven, quien de vez en cuando movía los labios rezando alguna plegaria en saharaui. El largo viaje se reflejaba en el rostro y en su desvalido cuerpo, Landora era su destino, donde comenzaría una nueva vida.

El tren de las tres avisó su entrada por la vía uno, saliendo del mismo una marabunta humana que cubrió el lugar, mientras los ruidos a metal y pasos volvían a dar vida a la particular estación.

Estación de Landora, 22 de Agosto, 21:43 de la tarde.

El sol desplegaba su rojizo color tras los tejados bañados por sus rayos durante todo el día. Desde la cúpula de la Estación de Landora aún se podía discernir el cenit del día, pese a la mugre acumulada en el traslúcido material. Aquella tarde, varias palomas se habían empeñado en hacer compañía a los escasos viajeros. Por fin, aquél tranquilo lugar regresaba a la normalidad.

Los mismos muchachos que semanas anteriores ocupaban los pasillos con sus bártulos, guitarras y mochilas, ahora recaudaban monedas entre las gentes para proseguir un viaje sin destino. Aún les acompañaba el ejemplar de “Ciento y un días en mil países” pero su primer poseedor parecía haber cedido su plaza a su compañero, quien amenizado por la guitarra, desgarraba sus cuerdas vocales intentando que se le escuchase más allá de la entrada. Unas cuantas monedas bien valían un dolor de garganta. “Apenas terminé el aperitivo me subieron a una enorme cesta de mimbre. La tela que hasta hacía unos momentos cubría el césped comenzó a inflarse y a inflarse, convirtiéndose en un enorme globo que me alzó al cielo. No he tenido en mi vida experiencia más gratificante que ver la hermosa ciudad de París desde las nubes, siendo partícipe del nacimiento de un nuevo día. Mientras los mercados llevan horas abiertos, bajo los tejados de las zonas agraciadas los parisinos comienzan a despertarse”.

Una pareja escuchaba en silencio el relato del muchacho. Sus manos ya no se rozaban ni sus ojos reflejaban miradas de complicidad y felicidad. La mujer se levantó con desgana, y mirando de reojo a su acompañante, arrojo la guía de Landora al cubo de basura más cercano. En la ira y disgusto por haber malgastado su viaje de novios en una mala inversión, no observó a una muchacha que corría por la estancia. Ambas cayeron al suelo culpa de su distracción. El golpe hizo reaccionar al joven, que presuroso fue a ayudar a su esposa. Sus brazos la rodearon y ella esbozó una sonrisa, recordando la verdadera razón de su escapada nupcial.

La muchacha que parecía tener más prisa que el tren directo de las once se levantó pidiendo disculpas. Siguió su camino con tanta prisa que volvió a tropezar con algunos viajeros más, esta vez con mejor suerte. Finalmente divisó lo que tan ansiosamente buscaba. Dos niñas y un hombre pronunciaban su nombre entre risas y llantos. Fue entonces cuando en sus ojos negros algo cambió. Ya no permanecía dolor ni duda, ya no pesaba la nostalgia, por fin su familia le acompañaría en este nuevo hogar.

Desde el puesto de revistas se podía distinguir a un desmejorado Sr. Tocbal, pero esta vez sin cámaras ni publicidad, esposado y flaqueado por dos agentes de policía que le acompañaban hasta la salida de la estación. En pocas semanas los intereses económicos y las ansias de poder puede hacer variar la política de un Estado. El apoyo que nuestro país en un principio había ofrecido a Nugal Tocbal se había convertido en una orden de extradición a su lugar de origen.

El tren de las diez avisaba su entrada con un fuerte pitido. Los pocos viajeros que esperaban impacientes subieron a la máquina y ocuparon sus asientos, observándose los rostros únicos desde este banco, en la que al fin y al cabo, era una estación cualquiera.


sábado, 12 de enero de 2008

Las madalenas

Bendecía con impaciencia aquél sabor tan exquisito. El placer de lo divino hecho terrenal. Su textura le embriagaba, le emborrachaba y le brindaba la oportunidad de pasear por el Edén. Un sopor le llegaba al estómago cuando probaba ese dulce tan especial. Le mareaba la sensación de que se acabase el manjar y lo saboreaba y saboreaba, alargando el último suspiro, el último bocado de su pecado. El cuerpo le impulsaba a seguir probando más de aquella gracia de Dios. Mientras la mente se confundía con el deseo de la materia suave y blanda, desnudaba con turbación y cuidado para continuar su desliz.

- Pero, ¿qué está haciendo? –inquirió la voz de una mujer de cuerpo orondo y rostro risueño.

El culpable de aquella grave falta soltó de sus manos el objeto de su pecado y colocándose el alzacuello salió de la estancia con la cabeza agachada en símbolo de vergüenza.

- Lo siento Sor Beneplácita – susurró el cura en la puerta.

El religioso se perdió por el pasillo arrastrando los pies, llevando consigo sin embargo una sensación de bienestar, mientras la religiosa recogía burlona de la cesta de mimbre las migajas que quedaban de las madalenas.