viernes, 1 de mayo de 2009

Mi ángel salvador

Sequé mis lágrimas en su pañuelo bordado, mientras su figura se perdía entre los pasajeros del tren 515, dirección a ninguna parte, pero en ninguna parte jamás la volvería a ver. Oí tranquilo el silbato de la máquina, esa máquina que me separaba de ella cobijándole con su metal y hierro. Suspiré, me coloqué el sombrero, encendí un cigarrillo, y giré, manteniendo para siempre la imagen de sus rizos rubios en mi mente.

La gente, esos individuos que caminan si mirar a donde y se quedan perplejos cuando la vida les arrincona en sus insignificantes existencias. Siempre me he preguntado el porqué yo era unos de esos agentes civilizados de la prosperidad, que nada cuentan porque nada sienten. Y ahora lo sé, no la conocía a ella.

Fue una tarde de otoño. Deambulaba de banco en banco incómodo en aquel parque, extrañado por la soledad que me embargaba aquellos días, hasta que la oí, aunque podría jurar que antes de eso la sentí. Estaba sola, mirando algo fijamente con unos ojos que mas tarde fueron mi perdición. Sonrió cuando me acerqué con curiosidad, y sin mediar saludo musitó “solo no puede bajar y empieza a hacer frío”. Se refería a un gatito, que intentaba en vano bajar de una gruesa rama a poco más de un metro de nuestras cabezas. Probablemente, si ella no se hubiese encontrado allí, el gato continuaría ejerciendo de ave sobre esa rama días después.

Me sorprendí a mi mismo agazapándome al tronco musgoso y trepando hasta agarrar al minino. Su sonrisa fue la mejor recompensa cuando lo abrazó entre sus brazos.

Jamás conocí a nadie como ella. En estos tiempos en que ya nada importa, y lo que es peor, nadie importa, mi querida, mi amada, mi amiga y salvadora, se desvivía y preocupaba por todo aquello que le rodeaba. Sin embargo, eso fue mi perdición. Jamás volveré a verte mi ángel, pero sabré que mucha gente en algún lejano lugar, tendrá tus cuidados.

© Mª Teresa Martín González