lunes, 26 de noviembre de 2007

Envidia

Envidia. Envidia que muestran tus ojos cuando me aprecian, cuando intentan seducir sin conseguir objetivo alguno, cuando arrastran sus inquietudes hasta unos oidos cansados ya de escuchar vanalidades. Envidia, que sin decoro repta por tus venas apresando el poco instinto de superviviencia social que sobrevivía al terror de tus actos. Envidia, que encarna una victoria con el sabor ácido de la soledad, de unos huesos roidos por la amargura de saberse carne mortal que deberá rendir cuentas de sus pecados.

Es ya tarde para envidiar el alma pura que confiere mi libertad. Es ya tarde para dar anonimato a tu ser, para ocultar tus ojos, para negar el homicidio de tu existencia.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Inconsciencia humana


El fuego que devora, la llama que nunca se extingue, el grito que respira ahogando cualquier resquicio de vida. Aquel trueno que cegó los ojos y destrozó mis oídos también entró en el hogar, desquiciando, aullando, pretendiendo alimentar su fuerza con los restos dejados. Algo se quebró en la huida a la esperanza mientras el olvido y la desesperación crecen entre las ruinas de la civilización. El cuerpo estalla, el alma se une a la sinrazón, mientras imperceptibles llantos acompañan la sinfonía de la muerte, rezando por la inconsciencia humana.


El ser humano siempre destruye lo que ama, lo que respeta y lo que le mantiene vivo, en la errónea creencia de que todo es eterno.


sábado, 3 de noviembre de 2007

Viaje Tortuoso

Reclamación a Viajes “Aventura al Máximo”:

Muy señores míos:

Llevábamos seis días en aquel pestilente autobús hacia ninguna parte. ¿Nuestro destino?, después del baño de sudor, la sed y los problemas sufridos en aquellos caminos, poco importaba ya. Tentaciones tuve de arrancar el pescuezo a una gallina que con persistencia descargaba su plumífero trasero junto a mis zapatos, todo ello para evitar tener en mi punto de mira a la inaguantable dueña del ave.

Nadie me comentó que el viaje de aventura contenía en el paquete travelling incómodos detalles en letra pequeña, como lluvias torrenciales, autobús de categoría Z, por no hablar de los guerrilleros que nos obligaron a variar el rumbo. Pero nada comparado con el señor de la ventanilla izquierda que llevaba dieciséis horas roncando.

Finalmente paramos en una pequeña llanura bastante alejada del camino principal, donde los servicios de rescate prometieron socorrernos. Allí, pisando el suelo virgen de la selva colombiana me olvidé por completo del tormentoso trayecto, de la ropa interior de una semana, de la comuna de gallinas y de “Mr. Ronquidos” que continuaba pegado a su asiento, y del carísimo reloj —entre otras cosas—, dejadas entre los indígenas como precio por varios litros de combustible. Que pienso yo, en aquel lugar en mitad de ninguna parte, qué necesidad tenían aquellos incultos pero alegres hombrecillos de tener enormes bidones de gasolina.

Junto a la majestuosa cascada de agua me olvidé de mi muñeca desnuda. Nada se podía comparar con la extraordinaria belleza que me habían regalado, sin quererlo, los desagradables acontecimientos pasados. Frente al rascacielos natural más grande del mundo, cuyo cuerpo daba a luz al cristalino lago, por fin y por primera vez, me sentí parte de la madre tierra, de cada árbol y de cada río, de los sonidos del viento y de las raíces que aferraban el suelo. Por fin y por primera vez me sentí libre.

Es por ello que una vez en pleno recinto urbano, he decidido que no exigiré que me devuelvan el dinero, ni las maletas perdidas, ni el valor del reloj, pero por favor, de vez en cuando soliciten a los nativos noticias de mi mujer.

Respetuosamente,

Andrés.