Gigyan asomó su rostro para percibir el aliento del amanecer. Sus mejillas fueron las primeras en descubrir las bajas temperaturas, pero se negaba a abandonar la pequeña terraza y dejar de notar la baldosa húmeda por el rocío bajo sus pies desnudos. Durante un instante a su mente acudieron los recuerdos, las risas infantiles y los juegos inventados en los bajos de un bloque de viviendas. Desechó cualquier sentimiento de tristeza, sin embargo la nostalgia había sido una dura rival y después de una larga lid había ganado, siendo la causante de su estado de ánimo.
De forma inconsciente comenzó a mover sus piernas en un intento de relajar los músculos. El sol no tardaría en brindar los primeros rayos y acariciar con su aliento templado un cuerpo apenas cubierto con una camiseta larga. Merecía la pena esperar, sí. Merecía la pena ver el último amanecer en aquella ciudad dónde había aprendido a construir sus sueños, a volar, a expresar las necesidades de su incansable corazón, a danzar. Con el transcurso de los minutos la urbe parecía despertar, ocultando con sus sonidos habituales la canción “Runaway” de Bon Jovi que salía del antiguo tocadiscos. Desconocía la razón de por qué aún guardaba aquellos viejos discos de vinilo, ni por qué mirar una y otra vez sus portadas le provocaba una carcajada a la que seguía siempre un nudo en la garganta. Quizás el llevarlos consigo en sus viajes le ayudaba a mantener la vinculación con una época de su vida en la que los sueños no eran más que eso, deseos de una niña que cogía la guitarra de su padre y componía canciones con su amiga, pero en la que aún no pesaban las preocupaciones, las decepciones y el dolor por lo perdido. “Supongo que eso es madurar” susurró formando una mueca mientras buscaba su butaca favorita.
Estuvo horas sentada, pensativa, tarareando viejas melodías e intentando descifrar la procedencia de un aroma que llevaba semanas embargándola. A sus pies dormía serena la Cocker pelirroja, fiel cómplice de sus viajes, que gruñó perezosa cuando su dueña decidió finalmente adentrarse en el ático. La maleta permanecía abierta y el equipaje estratégicamente colocado sobre la cama. Apoyada contra la puerta dormitaba la vieja guitarra, vigilando la entrada, preparada para acompañar a su dueña en un nuevo episodio de su vida. Gigyan se vistió y comenzó a recoger cada pieza de su estancia en aquella ciudad. Los diarios llenos de sentimientos, las zapatillas de baile, esa camiseta que había perdido el lucido color negro pero que aún le sentaba bien; la chaqueta de cuero, usada, desgastada y de la que se negaba a desprenderse, aunque mil veces se la había imaginado ardiendo en algún armario mientras ella gritaba “libertad”. Las fotos jamás podrían retratar todos y cada uno de los sentimientos y emociones experimentadas, pero sus ojos reflejaban los buenos y malos momentos, los cambios y las superaciones, las lágrimas que se habían transformado en risas que surgían en sus labios.
La Cocker lamió sus pies aún desnudos regresándola al instante terrenal del ahora. Gigyan le correspondió con un fuerte abrazo. “Vamos”, ordenó mientras acomodaba la guitarra sobre su espalda y arrastraba la maleta hacia la salida. El mármol de la escalera mantenía aún el frescor de la madrugada, impregnando su piel. El sol, las flores del jardín, los bancos sedientos de compañía, la brisa de las olas que rompían contra el maltratado espigón, la recibieron embargándola con una molesta sensación de melancolía. Caminó segura sobre las primeras arenas, cálidas, percibiendo la entrega de cada partícula entre sus dedos, relamiendo sus tobillos. El sol se había desperezado lentamente, pero ahora coronaba el mediodía como no lo había hecho en los últimos días, desechando las nubes que habían afeado la cúpula celeste. Gigyan dejó su equipaje sin cuidado alguno y se dirigió al agua. La cálida espuma le provocaba un agradable cosquilleo. Regresó lentamente, se sentó y escribió sobre la arena. Sonrió satisfecha, reconociéndose como una luchadora, una cazadora de sueños, una conquistadora moderna. En su mente volvieron a sonar viejas melodías y ese aroma adherido a su destino. Gigyan se levantó, miró al cielo apartándose uno de sus rizos de la cara. Quizás los tramos grises volverían de vez en cuando, pero ya estaba preparada para las tormentas y para recibir todos los amaneceres. Sonrió, mientras se despedía del lugar con paso decidido.
Sobre la arena quedaba un nombre grabado. “Gigyan”, conformaban los surcos, un nombre que sería arrastrado por las olas lejos, muy lejos.
© María Teresa Martín González