viernes, 30 de septiembre de 2011

LA MALDICIÓN Y EL DESEO




Su pensamiento permanecía fijo sobre la sábana. Antes aquel lujoso trozo de seda había tapado lo que ahora se negaba a ver. No podía apartar aquella oportunidad, pero permitir que ella le olvidara al amanecer le crearía una herida difícil de ocultar por la mañana. No debía de culpar a la joven de largos cabello de la maldición que acompañaba su perfecto semblante, pero en cierta media odiaba su sonrisa, su sensual movimiento en el lecho. Empezó a mirarla, deteniéndose con timidez en sus carnosos labios, para continuar su viaje hacia la curva de su cuello y la blanca piel de su cuerpo. Regreso a su rostro al percibir sus intensos ojos sobre él. Habían adquirido un particular color violeta oscuro, ocultando el verdor que imperaba durante el día.

La ventana se abrió y golpeó violentamente contra la pared, consintiendo que una lengua de viento penetrase en la habitación y acariciase el cuerpo desnudo de la joven. Ella soltó una ligera risa, no dulce como solía ser, sino intensa, urgente. Él se estremeció. Su corazón golpeó rápido contra el pecho y las manos comenzaron a desabrochar la camisa al mismo ritmo que aquél órgano traicionero. La deseaba, no, la amaba, con tanta pasión que empezaba a dolerle su habitual indiferencia. Iniciar un viaje a la lujuria sin abrazo que sostuviese su cariño durante el día le ocasionaba angustia, pero el deseo de tenerla, aunque fuese por una vez, era más fuerte. Ella le olvidaría en cuanto las penumbras se alejasen, pero él mantendría aquella noche en sus recuerdos durante toda su vida. Ella volvería a ofrecerle miradas airadas por la mañana, él amaría sus ojos verdes en secreto. ¿Por qué llorar en silencio por un amor que jamás sería correspondido? Se preguntó mientras su cuerpo evadía las dudas de su mente y se acercaba a la piel cálida que le ofrecía aquella mujer maldecida.

El primer beso convirtió en néctar sus labios, suave, llevándole a la perdición y al remordimiento por unos instantes. Pronto la angustia fue vencida por el placer y la sensación de triunfo. Por una vez sería suya, y si la fortuna le bendecía al fin, aquella noche sería eterna para los dos.


© Mª Teresa Martín González

sábado, 24 de septiembre de 2011

EL VECINO


Escuchaba siempre sus apaciguados pasos por la escalera que conducía al ático. Él se alojaba en el único desván que en la posguerra había sido transformado en una minúscula pero acogedora vivienda. A su ascenso le precedía un ligero silbido, una melodía constante que no variaba, pervivía como parte de la existencia de aquel individuo solitario, que se hacía más lenta a medida que aumentaban los escalones dejados atrás. Durante algún tiempo ignoré al singular vecino, ocupada más en amueblar mi nuevo piso y conseguir un ambiente perfecto para convencer a mis padres de que ya no era una niña necesitada del cobijo familiar.
Tres gatos parecían recibir a mi vecino en su habitáculo, mientras una madura y segura voz apaciguaba sus particulares maullidos. Con el tiempo desarrollé una especie de sexto sentido para detectar cual de los mininos ronroneaba más al cariñoso tacto de su dueño. Entonces, tras saludos y complacencias varias con sus compañeros de piso, el hombre ponía un disco de Bach, sumiendo al edificio en una especie de limbo sonoro.

Cuando mi mente fue acomodándose al cambio y a soportar no descolgar el teléfono a horas intempestivas, las costumbres banales de Marie, la pizpireta vecina del primero, me inundaron y contagiaron. Mi comportamiento dio un nuevo sentido a la palabra aburrimiento y la curiosidad por fin traspaso las empapeladas paredes de mi hasta entonces tranquilo hogar.

La primera vez que me pegué a la mirilla, apenas pude apreciar aquella sinfonía que se deslizaba entre sus contraídos labios mientras posaba sus pies en cada escalón. Las veces que siguieron a mi primer día como cotilla oficial no obtuve mejores resultados. Alguna vez incluso abrí la puerta, consiguiendo descubrir el aroma cargado que desprendía el cuerpo del objeto de mi obsesión. Pero nunca vi su ansiada figura, sus ojos, aquella indumentaria extraña y negra que se había empezado a formar en mi imaginación. Y a medida que los rasgos inventados en mi cabeza se perfilaban más y más, el edificio se sumía en una oscura transición entre el abandono y una congoja que crecía atravesando las raíces del ladrillo y el olor a humedad que se evaporaba por las tejas esparcidas de nuestra comunidad.

©
Mª Teresa Martín González

sábado, 17 de septiembre de 2011

ENTONCES EL CIELO CAYÓ SOBRE TODOS


Entonces el cielo cayó sobre todos. En un absurdo intento de no acabar con nuestros cuerpos sepultados en la inmundicia agarramos la última oportunidad de sobrevivir. El mundo había dejado de girar, y en torno a la humanidad los girones de aquello que fue nuestro hogar nos devoraba, masticaba y engullía en una voraz venganza.

Una vez en la superficie solté la mano de Eva que con fuerza había mantenido en nuestra huida. Sumergido aún en el mar de adrenalina miré al horizonte, intentando encontrar un sendero entre los edificios retorcidos por toda aquella hecatombe. Multitud de ojos nos observaban, sin vida, coronando los cuerpos destrozados de nuestros vecinos, los compañeros de trabajo, de los chicos que nos saludaban desde las ventanas de la escuela todos los días, de nuestros seres queridos. Eva me abrazó, necesitando tanto como yo el consuelo de alguien cercano, sabiendo mientras escuchábamos los rugidos de la tierra, que estábamos solos.

Caminamos varias jornadas, sorprendidos por la magnificencia de la destrucción, preguntándonos si sería posible que en un futuro pudiésemos arreglar los jirones que habían quedado del mundo conocido. Durante esos días no apreciamos síntoma de vida humana, ni siquiera los cadáveres se habían permitido el lujo de librarse de los animales hambrientos y la soga de la desesperación caía lentamente sobre nosotros. Nos fue difícil encontrar agua que saciara al menos nuestras necesidades físicas, puesto que las fuentes, arroyos y pequeños pozos que localizábamos a nuestro paso se consumían con la ponzoña y la sangre vertida.

Pensamos que quizás lo mejor sería alejarnos de la urbe, caminar hacia esa naturaleza que siempre rodea nuestro espacio de prosperidad, pero que había permanecido invisible a nuestros ojos. Caminamos lo que nos pareció una eternidad, acumulando heridas en nuestros cuerpos y aguantando las náuseas cuando el olor a podredumbre comenzó a ser insoportable. Eva agarraba de vez en cuando el crucifijo escondido bajo su camiseta manchada de sangre ajena, lo apretaba hasta que sus manos perdían el color. Susurraba algunas palabras que se escapaban y perdían entre el cemento. Sé que rezaba haciendo acopio de una esperanza que yo ya había perdido, aferrándose a su fe como yo a ella.

Tras varias jornadas y con nuestros cuerpos rendidos, comenzamos a dejar atrás los grandes edificios. Fue la primera vez que nos encontramos con algo de vida humana, aunque hubiésemos deseados seguir siendo los únicos en ese infierno. Algunos infelices, destrozados, gritaban de dolor mientras intentaban sin éxito mantener su carne pegada al hueso. Sus ojos demostraban el inmenso dolor que sufrían pero ellos se aferraban a su último aliento. Cuanto más nos acercábamos al límite de la ciudad, encontrábamos más de esos vecinos que parecían no poder dejar este mundo que les convertía en muñecos agonizantes.

Nos aproximamos con cuidado hacia los árboles, rendidos por el cansancio y no pudiendo evitar que los gritos agonizantes que nos rodeaban nos oprimiese el corazón. Eva me miró y suspiró, yo le apreté fuerte la mano. A nuestra espalda la roca crujió y frente a nosotros comenzó a erigirse un muro espeso de zarzas tan gruesas como mis brazos. La gran cantidad de preguntas que habían quedado en letargo bajo el cansancio y el hambre, resurgían provocándonos un intenso dolor de cabeza. Jamás podríamos salir de aquel devastado escenario. Estábamos condenados.

Cuando el muro de grandes agujas terminó de crecer, aprecié un resplandor proveniente del otro lado. Alcé a Eva que permanecía acurrucada en el suelo. Limpié sus lágrimas con mi mano y le sonreí. La luz se acercó de forma lenta lo suficiente para que pudiésemos notar la calidez de aquél fenómeno extraño. Eva apretó nuevamente su crucifijo cuando una figura comenzó a formarse ante nosotros. Pronto pudimos apreciar la imagen de un ser extraordinario, de largos cabellos y hermoso rostro que cubría su cuerpo con una armadura antigua. El sonrió, mirándonos mientras unas gotas de sudor recorrían mi espalda a medida que la temperatura subía. Nos sentimos reconfortados, pero entonces el calor empezó a ser insoportable, y la necesidad de una bocanada de aire tibia un deseo irresistible. El ser alzó sus brazos hasta entonces ocultos tras la espalda. En su mano derecha portaba una espada de la cual surgían lenguas de fuego. El ser convirtió su sonrisa en una mueca horrible y sus ojos se inundaron de un rojo intenso. De sus hombros surgieron unas alas que se desplegaron, enviando hacia nosotros una corriente aún más ardiente que penetró nuestra carne. Observé asustado la piel que se iba desprendiendo de los pómulos de Eva y su mirada de incomprensión. Nuestros gritos de dolor invadieron el lugar y recorrieron las ruinas de nuestra civilización. De repente el ser desapareció, pensé durante un instante que todo había acabado y que morir sería una salvación para tanto sufrimiento. Entonces miré alrededor, aún respiraba, lo sabía porque podía ver el movimiento de mi pulmón a través de mi torso. Eva ya no era mi Eva, yo ya no sabía en qué clase de aberración me había convertido, pero una idea crecía con aseverada certeza en mi mente. Este no era el fin.


© Mª Teresa Martín González