miércoles, 28 de diciembre de 2011

AUN EN EL OLVIDO


Querida mujer, que me soportas cuando el viento del olvido acucia mi mente, que me rozas cual pastor para mantenerme en el camino y a tu vera. Querida esposa, amante y perpetua columna de mis sentidos. Ahora, en este tiempo deslucido, ajeno a todo encanto y perdido completamente en una sinrazón que enajena mi mente, tú encandilas mis pasos.

Ciertas son las palabras ajenas que te llaman, que te visten de piropos y te sonrojan, más no hay mayor verdad que la de este sereno que te espera con hermosos versos. Apenas retazos de poesía quedan cuando el candor de tu mirada se libera entre los barrotes de la costumbre. Y yo, preso aun en la impericia de hacerte feliz, aferro con torpeza los breves recuerdos que no caen frenéticos en el olvido.

No recuerdo verme secar tus lágrimas sino a golpe de reproche y mando viejo. Pero tu complacencia reposa mi ímpetu y anestesia mi dolor por verme vacío de nuestro pasado.

En mi mente comienzan a perpetuarse las lagunas que antaño nos hacían sonreír con despreocupación. No están ociosos mis encuentros oscuros con la nada, no, se colman con el sufrimiento y la desesperación por no saber, por no lograr discernir nuestros retratos que para mí permanecen mojados por la lluvia. En esta historia inconclusa en la que se han borrado los párrafos más importantes, aun te mantengo y te agarro con mis débiles manos, procurando sin más no olvidarte.

Si de un castigo se tratase el hecho y la angustia de desconocer tu rostro, no hay pecado tan grave cometido capaz de hundirme en esta alcoba llena de confusión. Compañera, amiga incondicional de mis actos, sepulturera de la desesperanza y enfermera de mi corazón herido.

Atrás quedan las frescas brisas que nos mecían, los sauces y los pasteles recién horneados. Antaño se llama el tiempo y el viento que hace crujir las podridas vigas. Añejo pronuncian las gargantas mientras saborean el alimento que antes fue manjar y que ahora nuestras encías muerden, intentando atrapar el jugo de los recuerdos.

El tejado de nuestro hogar se ha vendido y desmenuzado. Tres paredes son las que me cobijan del olvido, con ventanas que me permiten vislumbrar lo que fuimos, lo que soy y que pronto dejaré de ser. La cuarta pared es la que contiene la torcida portezuela que me invita a pasar donde ya solo quedan arbustos, donde las alimañas se ciernen con la edad, donde el horizonte se ve aun más grande, más limpio, pero también solitario y libre de cualquier color, ausente del esmalte de tus ojos.

No quiero irme sin marcharme, no quiero desvanecerme como el humo de aquel cigarrillo dejado en el cenicero para que se consuma poco a poco, no, no quiero. Cómo voy a permitir que me cuides sin tenerme. Me arde el corazón cuando mantengo tu mirada condescendiente, y entiendo tus palabras de amor sin que emitas sonido alguno. Sin aire respiro, sin sangre me acaloro con tus atenciones. El árbol que plantamos ha crecido, recibiendo tantas primaveras que me he permitido dejar de contar y dedicar las horas contemplando los frutos que penden de sus floridas ramas. Aun riegas las raíces con dulzura y pasión pese a lo ineficaz de tus actos para esta mente que ya siente perdida. Porque todo se va haciendo invisible, se funde en discordancias y me mata en vida…

No es mi mano firme la que arrastra estos renglones, sino el temblor de unas falanges que temen perderte en la ignominia del olvido, de un cuerpo que aun mantiene el calor de tu piel prendido como un rosario.

© Mª Teresa Martín González

viernes, 25 de noviembre de 2011

La última noche en la ciudad

Desesperada, cruzó las calles bajo el sonido del cielo que descendía enfadado sobre todos los que se habían aventurado a permanecer en aquella ciudad condenada. Uno de los zapatos había caído junto a los cuerpos de sus vecinos y el otro había sido lanzado a la cabeza de algún soldado en su huída. Sus rizos negros caían desordenados sobre la espalda, apenas recogidos por un lazo marrón deshilachado. Las lágrimas y la desesperación habían provocado un breve enrojecimiento en sus mejillas, las manos aferraban con tanta fuerza sus faldas para evitar caerse, que las uñas habían dejado feas marcas en la tela. El callejón le ofrecería una cobertura apenas breve mientras las nubes negras formadas por la ceniza y la pólvora cubriesen el sol tardío. En la noche se movería en busca de algún otro escondite. De vez en cuando reconocía alguna voz en la distancia, oía disparos y luego, nuevamente, silencio.

La noche cayó sin que el sol dejase reminiscencias de su candor en aquella ciudad vacía de cualquier esperanza. Un ardor le recorría todo el cuerpo. Sus jóvenes huesos se resentían después de horas oculta entre varios contenedores y sus ropas desprendían el horrible olor a sangre y miedo. Se levantó escrutando en la oscuridad y retirando las lágrimas que aún permanecían en sus mejillas. Desde su cobijo había observado una escalera exterior que recorría una de las fachadas. Necesitaría utilizar algunos escombros para alcanzarla, pero de ese modo tendría acceso a las viviendas adyacentes. Los dedos estaban congelados, por lo que no sintió dolor cuando las astillas de una caja se introdujeron en la piel de sus manos. Se incorporó con los pies descalzos sobre el montículo conseguido, saltó para alcanzar el penúltimo escalón, quiso gritar por el esfuerzo pero únicamente se concedió un gesto de dolor. Subió poco a poco, la falda se le enganchó en un extremo, desgarrándose y cediendo paso al frío que se adhirió a su pierna desnuda tras las medias rotas. Al llegar a la última planta observó a través de la ventana, ninguna en los pisos anteriores estaba abierta, esta no iba a ser menos. Suspiró, no podía permitirse hacer ruido y llamar la atención, pero tampoco debía permanecer prácticamente colgada a más de veinte metros de altura. Se quitó el abrigo con cuidado y lo utilizó para romper el cristal. El sonido del crujir del material le pareció en esa situación aún más estridente que las bombas caídas días antes. Entró en la estancia que se abría ante sí.

No había corriente eléctrica en el edificio, por lo que rebuscó en los muebles algunas velas sirviéndose de la escasa luz de la enfermiza luna que accedía al habitáculo. Encontró algunos cirios que colocó estratégicamente encima de las repisas y mesas, llevando consigo la más grande para revisar el resto de la casa. No encontró nada fuera de lo normal, estaba acostumbrada a ver los lujos con los que los grandes señores de ciudad vestían sus casas. Ella apenas llevaba seis meses allí tras conseguir un trabajo en el servicio de la familia de un prestigioso médico. El sueldo remitido a su familia atenuó los bajos precios de los frutos de la cosecha, y ella pudo permitirse adquirir un par de zapatos nuevos, aquellos que ahora sufrían en la calle las inclemencias de la madrugada.

Abrió el armario de la habitación principal, intentó alejar de su mente el olor a pólvora que llevaba impregnado en la piel. Se miró en el espejo, se vio demacrada, sucia y desaliñada. Se desbrochó el chaleco, los botones de la blusa y los jirones que componían su falda. Las ropas cayeron al suelo. Sus prendas íntimas las siguieron. Ella buscó entre los espléndidos vestidos que colgaban del perchero y se introdujo en un elaborado vestido rojo. Observó nuevamente su reflejo en el espejo. Su imagen le provocó una sonrisa y por un momento se olvido de los años de hambre y penurias, de los temores al llegar a la gran ciudad, de las bombas de días atrás y de los disparos, de la sangre en las paredes y las miradas de odio. Vio únicamente el brillar de las lentejuelas en sus pupilas y el movimiento de la tela cuando ella comenzó a girar sobre sí misma.

El baile le provocó un ligero mareo, lo que le recordó que no había comido desde el día anterior. Se dejó caer sobre la cama, acarició la suave seda de las sábanas y lloró, lloró tanto que las lágrimas que surcaron su rostro y cayeron después desordenadas, mancharon de gris la suave tela. Finalmente se rindió en aquel colchón que días antes habría servido de reposo a una elegante dama y que ahora, en la humedad de la noche, tenía que conformarse con una sencilla campesina con sueños rotos.

Un estruendo cercano la despertó horas después. La luna aún mantenía su batalla con las nubes, las velas, consumidas casi en su totalidad, le ofrecían un ligero alivio. El sonido continuó haciéndose más cercano a aquella habitación que se había convertido en su particular refugio. Se levantó, con el mismo cuidado que le acompañaba desde que explotase la primera bomba, pero envalentonada quizás por el descanso logrado. Caminó hacia la puerta, sintiendo la fría madera bajo sus pies desnudos. Salió al pasillo mientras el ruido se hacía más intenso, apagando con un ligero soplido los cirios que aún permanecían encendidos. Recorrió los metros que la separaban del recibidor y de un pequeño despacho, acariciando la idea de salir de aquel piso sin ser vista. Agarró con fuerza el pomo de la puerta de roble y abrió. Escuchó voces que provenían de la escalera y cerró de nuevo. Giró, corrió en la oscuridad introduciéndose en una de las habitaciones, tropezó con algo y cayó. Tanteó junto a sus pies reconociendo la causa de que sus huesos hubiesen acabado en el suelo. Un saco lleno de objetos que tintinearon al movimiento. Entonces le vio, de pie junto a una cómoda. Él era alto, sus cabellos rizados, su camisa demostraba haber sufrido una pelea y se podría apreciar ligeramente el tiñe de sangre en las partes que aún sobrevivían sobre el amplio pecho del desconocido. La exigua claridad que entraba por la ventana no le ofrecía más datos de aquel hombre que la observaba paralizado. Sin duda, un saqueador sin escrúpulos, pensó ella.

La puerta principal se abrió y varias voces masculinas invadieron el recibidor. Un brazo fuerte la arrancó de donde estaba y una mano en su boca evitó el grito que desesperado surgía de su garganta. El extraño la ocultó tras las cortinas en un abrazo poderoso que la elevaba varios centímetros del suelo. Ahora la luz del exterior le ofrecía una visión más exacta de aquel hombre. Su rostro rozaba la hermosura y pese a que los cabellos caían sobre su frente en desconsiderado desorden, ella descubrió unos ojos claros y unos labios que le sonreían en un intento de tranquilizarla. Por alguna inexplicable razón se sentía segura en sus brazos.

“No deberías estar aquí”, le susurró al oído, pero bien podría haber sido una caricia pues su cuerpo respondió al calor de su aliento con una extraña sensación de mareo, y esta vez no a causa de la falta de alimento. La voces al otro lado del corredor se hicieron más claras, provocando que el hombre la abrazara aún más fuerte. “Os van a quitar el botín, mala suerte”, pronunció casi extenuada por el abrazo. El la miró fijamente y mientras entornaba los ojos esbozó una sonrisa divertida. Estaba segura de que si se hubiesen encontrado en otro lugar menos siniestro, aquel ladrón se hubiese echado a reír descaradamente.

Los inoportunos invitados marcharon a los pocos minutos. El hombre dejó que sus pies rozaran otra vez la fría baldosa del suelo pero no la soltó, manteniendo con uno de sus brazos la cercanía con ella, acariciando con la mano libre el rostro de la joven. “Sois muy hermosa debajo de todo ese hollín. La pólvora no sienta bien a vuestras mejillas ni acompaña el lujo de vuestro vestido. Señora”, volvió a susurrar, provocando de nuevo aquella extraña sensación en las entrañas de la joven. Antes de que pudiera librarse de su abrazo, él acercó su boca y rozo los temblorosos e inexpertos labios de ella, que se dejaron seducir. El calor la inundó de tal manera que no fue consciente enseguida de su viaje al cómodo colchón de suaves sedas. El abrazo se convirtió en caricias y el beso se deslizó hacia su cuello, sus pechos ya desnudos y su vientre, provocando el abandono absoluto al placer y a la locura de aquella noche desterrada de cualquier género de cordura.

***

El sol entró con fuerza por la ventana y en un esfuerzo por despertarla atravesaba las cortinas hasta su rostro. Abrió los ojos. La habitación se encontraba vacía y aunque eso alivió un poco el sentimiento de pudor y culpa que la embargaban, por primera vez en mucho tiempo se sintió sola, realmente sola.

Corrió cubierta con la sábana hasta la habitación en la que había dejado sus verdaderas ropas. Se vistió con premura. Tenía que irse de allí, huir, dejar atrás aquella ciudad maldita y olvidar. Los besos y las caricias pasaría a formar parte del mismo grupo que las bombas, el fuego y los muertos cuando estuviese lejos. Avanzó por el pasillo hasta la puerta de entrada, la casa parecía aún más grande con tanta luz diurna. En el recibidor vio una hermosa mesita de forja con cristal tintado. Encima un reloj antiguo marcaba las ocho de la mañana y dos candelabros sin cirios acompañaban la lustrosa decoración. Pero no fue eso lo que llamó su atención. Junto a cada candelabro había varias fotografías: la de una mujer madura con una niña y un niño junto a un hermoso jardín; otra más grande en la que probablemente el dueño del piso posaba junto a su esposa en el estudio; una tercera, en la que se mostraba el retrato de un joven que le resultó muy familiar. La muchacha se tragó la maldición que en ese momento se apresuraba a salir por su boca. Él no era un saqueador, su apasionado ladrón no era tal. Volvió a agradecer que no amaneciera el día con él a su lado. Se apresuró a bajar las escaleras no sin antes mirar atrás por última vez.

El sol volvió a deslumbrarla ya en la calle, en esta ocasión casi cegándola. “Pensaba que no bajarías nunca. Vamos, nos esperan en el puerto y no nos podemos retrasar”. Aquella voz. Su ladrón, aquél hombre que en unos minutos y con una noche de pasión le había conquistado, borrado cualquier rastro de miedo y soledad, enamorado, señalaba al interior de un vehículo mientras se mantenía apoyado sobre la brillante chapa negra del coche. “Venga. Conseguir el transporte ha sido francamente caro, y ahora mismo el dinero no tiene apenas valor”. Le guiño un ojo, explicando con aquellas palabras la recaudación de objetos valiosos de la noche anterior. Ella no cuestionó su siguiente paso, quería estar con él aunque aquél viaje les mantuviera en aquella urbe destruida y peligrosa.

La joven se acomodó en el asiento justo cuando la sirena volvió a sonar avisando de nuevos bombardeos. Su acompañante aceleró sin prudencia alguna entre las calles deshabitadas de esperanza. Los que aún se negaban a abandonar el lugar corrían a refugiarse. Aún olía a la pólvora del día anterior y los agujeros de metralla en los edificios eran fiel reflejo de la guerra que se cernía sobre el país. El vuelo del primer avión que les sobrevoló casi anuló cualquier otro sonido y encogió su pecho. La primera bomba cayó sobre el orgullo de la ciudad, un edificio de cinco siglos con exquisita arquitectura que ahora hacía las veces de central de los soldados. Los siguientes ataques fueron indiscriminados, anulando sus posibilidades de continuar hacia el puerto en vehículo.

Avanzaron sin mirar atrás entre las ruinas y la sangre, la metralla y el olor, ese olor que se impregnaba en las ropas, el hedor a muerte. Cuando las bombas dejaron de caer comenzaron a escucharse los primeros disparos. Los pocos que inconscientes como ellos se aventuraban a escapar eran abatidos por los soldados enemigos. Cubrir la distancia hasta el puerto no les supondría más que un par de minutos más. Una vez en el puerto vieron las grandes llamas que se alimentaban de un barco enorme, algunos de sus pasajeros se arrojaban gritando por la borda en un intento de apaciguar el fuego de sus cuerpos en las aguas. El cielo, tan azul minutos antes, se había transformado en un techo rojizo, como si el sol también estuviese herido por los horrores presenciados. La joven se paralizó, provocando que él tirara de ella hasta un cobertizo a unos cincuenta metros de allí. Las puertas se abrieron con lentitud y frente a ellos apareció un aeroplano destartalado. Entre los dos lograron poner en marcha aquella chatarra no sin cierta dificultad. El aparato rodó sobre el asfalto hasta la pequeña pista en la parte de atrás. Cogió velocidad poco a poco. Ambos pensaron que acabarían como aquellos infelices, en el mar teñido de sangre al cual se acercaban irremediablemente. Como en un intenso y desesperado aleteo de una vieja paloma, alzaron el vuelo.

La ciudad se fue haciendo pequeña en la distancia. Los campos que una vez fueron su hogar también se apreciaban de forma débil en la lejanía cuando tomaron más altura. “Libertad”, gritó ella para hacerse escuchar sobre el ruido del motor, “Me llamo Libertad”. Él se giró sobre su asiento para poder mirarle a los ojos y esbozó una hermosa sonrisa, “Salvador, ese es mi nombre”, dijo, mientras frente a ellos volvía a descubrirse un hermoso cielo azul.



© Mª Teresa Martín González

viernes, 30 de septiembre de 2011

LA MALDICIÓN Y EL DESEO




Su pensamiento permanecía fijo sobre la sábana. Antes aquel lujoso trozo de seda había tapado lo que ahora se negaba a ver. No podía apartar aquella oportunidad, pero permitir que ella le olvidara al amanecer le crearía una herida difícil de ocultar por la mañana. No debía de culpar a la joven de largos cabello de la maldición que acompañaba su perfecto semblante, pero en cierta media odiaba su sonrisa, su sensual movimiento en el lecho. Empezó a mirarla, deteniéndose con timidez en sus carnosos labios, para continuar su viaje hacia la curva de su cuello y la blanca piel de su cuerpo. Regreso a su rostro al percibir sus intensos ojos sobre él. Habían adquirido un particular color violeta oscuro, ocultando el verdor que imperaba durante el día.

La ventana se abrió y golpeó violentamente contra la pared, consintiendo que una lengua de viento penetrase en la habitación y acariciase el cuerpo desnudo de la joven. Ella soltó una ligera risa, no dulce como solía ser, sino intensa, urgente. Él se estremeció. Su corazón golpeó rápido contra el pecho y las manos comenzaron a desabrochar la camisa al mismo ritmo que aquél órgano traicionero. La deseaba, no, la amaba, con tanta pasión que empezaba a dolerle su habitual indiferencia. Iniciar un viaje a la lujuria sin abrazo que sostuviese su cariño durante el día le ocasionaba angustia, pero el deseo de tenerla, aunque fuese por una vez, era más fuerte. Ella le olvidaría en cuanto las penumbras se alejasen, pero él mantendría aquella noche en sus recuerdos durante toda su vida. Ella volvería a ofrecerle miradas airadas por la mañana, él amaría sus ojos verdes en secreto. ¿Por qué llorar en silencio por un amor que jamás sería correspondido? Se preguntó mientras su cuerpo evadía las dudas de su mente y se acercaba a la piel cálida que le ofrecía aquella mujer maldecida.

El primer beso convirtió en néctar sus labios, suave, llevándole a la perdición y al remordimiento por unos instantes. Pronto la angustia fue vencida por el placer y la sensación de triunfo. Por una vez sería suya, y si la fortuna le bendecía al fin, aquella noche sería eterna para los dos.


© Mª Teresa Martín González

sábado, 24 de septiembre de 2011

EL VECINO


Escuchaba siempre sus apaciguados pasos por la escalera que conducía al ático. Él se alojaba en el único desván que en la posguerra había sido transformado en una minúscula pero acogedora vivienda. A su ascenso le precedía un ligero silbido, una melodía constante que no variaba, pervivía como parte de la existencia de aquel individuo solitario, que se hacía más lenta a medida que aumentaban los escalones dejados atrás. Durante algún tiempo ignoré al singular vecino, ocupada más en amueblar mi nuevo piso y conseguir un ambiente perfecto para convencer a mis padres de que ya no era una niña necesitada del cobijo familiar.
Tres gatos parecían recibir a mi vecino en su habitáculo, mientras una madura y segura voz apaciguaba sus particulares maullidos. Con el tiempo desarrollé una especie de sexto sentido para detectar cual de los mininos ronroneaba más al cariñoso tacto de su dueño. Entonces, tras saludos y complacencias varias con sus compañeros de piso, el hombre ponía un disco de Bach, sumiendo al edificio en una especie de limbo sonoro.

Cuando mi mente fue acomodándose al cambio y a soportar no descolgar el teléfono a horas intempestivas, las costumbres banales de Marie, la pizpireta vecina del primero, me inundaron y contagiaron. Mi comportamiento dio un nuevo sentido a la palabra aburrimiento y la curiosidad por fin traspaso las empapeladas paredes de mi hasta entonces tranquilo hogar.

La primera vez que me pegué a la mirilla, apenas pude apreciar aquella sinfonía que se deslizaba entre sus contraídos labios mientras posaba sus pies en cada escalón. Las veces que siguieron a mi primer día como cotilla oficial no obtuve mejores resultados. Alguna vez incluso abrí la puerta, consiguiendo descubrir el aroma cargado que desprendía el cuerpo del objeto de mi obsesión. Pero nunca vi su ansiada figura, sus ojos, aquella indumentaria extraña y negra que se había empezado a formar en mi imaginación. Y a medida que los rasgos inventados en mi cabeza se perfilaban más y más, el edificio se sumía en una oscura transición entre el abandono y una congoja que crecía atravesando las raíces del ladrillo y el olor a humedad que se evaporaba por las tejas esparcidas de nuestra comunidad.

©
Mª Teresa Martín González

sábado, 17 de septiembre de 2011

ENTONCES EL CIELO CAYÓ SOBRE TODOS


Entonces el cielo cayó sobre todos. En un absurdo intento de no acabar con nuestros cuerpos sepultados en la inmundicia agarramos la última oportunidad de sobrevivir. El mundo había dejado de girar, y en torno a la humanidad los girones de aquello que fue nuestro hogar nos devoraba, masticaba y engullía en una voraz venganza.

Una vez en la superficie solté la mano de Eva que con fuerza había mantenido en nuestra huida. Sumergido aún en el mar de adrenalina miré al horizonte, intentando encontrar un sendero entre los edificios retorcidos por toda aquella hecatombe. Multitud de ojos nos observaban, sin vida, coronando los cuerpos destrozados de nuestros vecinos, los compañeros de trabajo, de los chicos que nos saludaban desde las ventanas de la escuela todos los días, de nuestros seres queridos. Eva me abrazó, necesitando tanto como yo el consuelo de alguien cercano, sabiendo mientras escuchábamos los rugidos de la tierra, que estábamos solos.

Caminamos varias jornadas, sorprendidos por la magnificencia de la destrucción, preguntándonos si sería posible que en un futuro pudiésemos arreglar los jirones que habían quedado del mundo conocido. Durante esos días no apreciamos síntoma de vida humana, ni siquiera los cadáveres se habían permitido el lujo de librarse de los animales hambrientos y la soga de la desesperación caía lentamente sobre nosotros. Nos fue difícil encontrar agua que saciara al menos nuestras necesidades físicas, puesto que las fuentes, arroyos y pequeños pozos que localizábamos a nuestro paso se consumían con la ponzoña y la sangre vertida.

Pensamos que quizás lo mejor sería alejarnos de la urbe, caminar hacia esa naturaleza que siempre rodea nuestro espacio de prosperidad, pero que había permanecido invisible a nuestros ojos. Caminamos lo que nos pareció una eternidad, acumulando heridas en nuestros cuerpos y aguantando las náuseas cuando el olor a podredumbre comenzó a ser insoportable. Eva agarraba de vez en cuando el crucifijo escondido bajo su camiseta manchada de sangre ajena, lo apretaba hasta que sus manos perdían el color. Susurraba algunas palabras que se escapaban y perdían entre el cemento. Sé que rezaba haciendo acopio de una esperanza que yo ya había perdido, aferrándose a su fe como yo a ella.

Tras varias jornadas y con nuestros cuerpos rendidos, comenzamos a dejar atrás los grandes edificios. Fue la primera vez que nos encontramos con algo de vida humana, aunque hubiésemos deseados seguir siendo los únicos en ese infierno. Algunos infelices, destrozados, gritaban de dolor mientras intentaban sin éxito mantener su carne pegada al hueso. Sus ojos demostraban el inmenso dolor que sufrían pero ellos se aferraban a su último aliento. Cuanto más nos acercábamos al límite de la ciudad, encontrábamos más de esos vecinos que parecían no poder dejar este mundo que les convertía en muñecos agonizantes.

Nos aproximamos con cuidado hacia los árboles, rendidos por el cansancio y no pudiendo evitar que los gritos agonizantes que nos rodeaban nos oprimiese el corazón. Eva me miró y suspiró, yo le apreté fuerte la mano. A nuestra espalda la roca crujió y frente a nosotros comenzó a erigirse un muro espeso de zarzas tan gruesas como mis brazos. La gran cantidad de preguntas que habían quedado en letargo bajo el cansancio y el hambre, resurgían provocándonos un intenso dolor de cabeza. Jamás podríamos salir de aquel devastado escenario. Estábamos condenados.

Cuando el muro de grandes agujas terminó de crecer, aprecié un resplandor proveniente del otro lado. Alcé a Eva que permanecía acurrucada en el suelo. Limpié sus lágrimas con mi mano y le sonreí. La luz se acercó de forma lenta lo suficiente para que pudiésemos notar la calidez de aquél fenómeno extraño. Eva apretó nuevamente su crucifijo cuando una figura comenzó a formarse ante nosotros. Pronto pudimos apreciar la imagen de un ser extraordinario, de largos cabellos y hermoso rostro que cubría su cuerpo con una armadura antigua. El sonrió, mirándonos mientras unas gotas de sudor recorrían mi espalda a medida que la temperatura subía. Nos sentimos reconfortados, pero entonces el calor empezó a ser insoportable, y la necesidad de una bocanada de aire tibia un deseo irresistible. El ser alzó sus brazos hasta entonces ocultos tras la espalda. En su mano derecha portaba una espada de la cual surgían lenguas de fuego. El ser convirtió su sonrisa en una mueca horrible y sus ojos se inundaron de un rojo intenso. De sus hombros surgieron unas alas que se desplegaron, enviando hacia nosotros una corriente aún más ardiente que penetró nuestra carne. Observé asustado la piel que se iba desprendiendo de los pómulos de Eva y su mirada de incomprensión. Nuestros gritos de dolor invadieron el lugar y recorrieron las ruinas de nuestra civilización. De repente el ser desapareció, pensé durante un instante que todo había acabado y que morir sería una salvación para tanto sufrimiento. Entonces miré alrededor, aún respiraba, lo sabía porque podía ver el movimiento de mi pulmón a través de mi torso. Eva ya no era mi Eva, yo ya no sabía en qué clase de aberración me había convertido, pero una idea crecía con aseverada certeza en mi mente. Este no era el fin.


© Mª Teresa Martín González

domingo, 28 de agosto de 2011

Sin dormir


Quizás estar un rato frente al ordenador procuraría un poco de sosiego a su estado y le concedería el deseado sueño. Muchas eran las horas que llevaba dando vueltas por la casa, por el jardín y por la cocina, apelando a que la gracia divina le permitiese dormir un rato y vencer al insomnio que le acechaba. La nevera había perdido su encanto después del tercer (o quizás quinto) bocadillo y el libro de turno era ya un cúmulo de renglones bailarines para sus ojos a estas horas de la madrugada. El calor había dejado de ser una excusa posible para su falta de sueño días atrás y el cansancio se fue diluyendo los primeros días de vacaciones. Cuál era la causa de aquella situación tampoco le preocupaba, pero empezaba a asquearle.

Tomó penúltimo sorbo del té sobrante de la tarde, que permanecía frío en su vaso. Ni siquiera distinguió al mosquito que pretendía disputarle el manjar cerca del líquido. Por desgracia su mente no estaba aún demasiado nublada como para no apreciar el desagradable sabor, lo que generó una mueca en su cansado rostro. Observó a su gato en el sofá, cuya siesta sempiterna sólo se había visto interrumpida por un breve momento en que miró a su dueña con los ojos entrecerrados, gesto que pudo ser interpretado como: "tranquila, ama, yo duermo por los dos".

Abrió la ventana, esperando a que apareciese el sol y que el amanecer le trajese un nuevo día. Tecleó ansiosa unas palabras si prestar demasiada atención al contenido de las mismas y suspiró. Hacía tiempo que no se tomaba unos minutos para escribir algo en su blog. Sonrió. Después podría dormir. Quizás.


© Mª Teresa Martín González