viernes, 2 de octubre de 2009

El recuerdo de una voz

Recuerdo la imagen como si todos los días fuesen aquella especial tarde de octubre. El sol se había marchado pero mi reloj aún se resistía a marcar el inicio de la noche. Las hojas reverenciaban mi paso, ocultando mis zapatos de charol y parte de mis enaguas, que en aquella época eran elemento imprescindible para una dama. Miré de un lado para otro buscando el libro perdido con cierta desesperación, disimulada no sin cierta dificultad. Podía imaginarme a Nana preparándome el traje para una fiesta a la que llegaría con retraso, y al tío Emilio refunfuñando frente a la chimenea removiendo el interior de su pipa, diseñando un discurso ejemplar que dar a su sobrina.
Los bancos ya se habían desprendido del calor humano, los sonidos del entorno cambiaban y el parque comenzaba a parecerme enormemente extenso. Las luces de las farolas, el color de la hierba bajo ese tono único que surge cuando el sol se ha ocultado completamente, el viento que planeaba hasta mis cabellos, mi respiración entrecortada, todo tomó un cariz nuevo cuando escuché su voz. Aún hoy me cuesta describir el tono que desprendían aquellas palabras, el sosiego que transmitía, y el don que poseía para hechizarme.
Caminé, reconociendo entre las frases los párrafos tantas veces leídos bajo la sombra del cerezo rojo. Finalmente le encontré, portando mi libro y acariciando con su especial forma de leer cada vocablo de aquél volumen que parecía tomar un nuevo sentido.
No me negué a recuperar mi preciada obra de Tolstoy, pero cierta parte de mí rechazaba el silencio que nuevamente me embargaba. Pese a que durante cincuenta años he podido disfrutar de la encantadora voz de Eduardo, aquellos lejanos minutos intermedios entre la tarde y el anochecer otoñal me descubrieron una nueva forma de viajar, una nueva forma de sentir.


© Mª Teresa Martín González