domingo, 30 de noviembre de 2008

La victoria sabe a luto, la derrota a sangre

Ella frente a mí, impoluta, como nunca la había visto. Admiré su rostro y por primera vez supe que no lograría fundirme con su sonrisa. Las sombras proyectadas por las lápidas no parecían poder contrarrestar el esplendor de sus blancas vestimentas. Caminaba danzante, rozando con sus delicados dedos la piedra añeja, alejándose sin dejar de mirarme. ¿A dónde vas?, le grité. ¿A dónde vas que os retiráis de mi sin piedad, abandonándome?

Allí, hundido en mi propia derrota, rodeado de mis gloriosos antepasados y asediado por multitud de cuervos la vi marchar. ¡Victoria!, grité ahuyentando el ahogado sentimiento de fracaso. ¡Victoria! Repetí deseando verme de nuevo bajo su amparo, pero ella desapareció, mientras la tierra de mis ancestros resbalaba de entre mis manos y mi cuerpo vencido caía sobre la hojarasca, sin honor, sin nombre que recordara mi alma, sin más testigo de mi vergüenza que la sangrienta luna.

© Mª Teresa Martín González


sábado, 22 de noviembre de 2008

Al que acompaña

Que me digan que el viento no ha variado su rumbo, que el suelo se abra a cada paso indeciso, que las rosas pierdan su olor en el jardín que rodea mi hogar y que los sueños se borren de esta mente irracional. Yo susurro, conduciendo palabras sin sentido a quien quiera escuchar lágrimas surcando un rostro, yo camino a través de los pasillos que se hacen interminables laberintos, yo me alzo y me niego a ser devorada por la incertidumbre y la apatía.

Y siempre te tengo a mi lado, incondicional a mis desganas y fugaces huidas a esa tierra que nadie se atreve a atravesar conmigo.

Que me digan que el mundo se sume en el desastre, yo estaré allí para verlo desde mi atril de obstinación.

© Mª Teresa Martín González

domingo, 9 de noviembre de 2008

Un bicho en el escenario

Levantó la mejilla del atril sintiendo el pómulo izquierdo totalmente adormecido. Sobre las partituras observó un ligero rastro de lo que parecían ser sus babas, cogió el pañuelo bordado de su solapa y limpió con cuidado el texto musical. Se incorporó. Cerró de nuevo los ojos intentando evitar los ligeros pinchazos que comenzaban a recorrer su dolorido cuerpo, captando los sonidos de aquel auditorio, el olor de la madera vieja y de la cera de pino. Abrió los ojos, dispuesto a admitir en su mente la curiosa imagen que le rodeaba. Los instrumentos aparecían esparcidos por todo el escenario, algunos con graves daños, los músicos dormitaban –presos de la inconsciencia- junto a sus preciados tesoros, desordenados, con los trajes desgarrados y en posiciones difíciles de recrear en un cuadro de Picasso. Durante un instante caviló sobre lo ocurrido, hasta que una mueca transformó su rostro. Recordó con ironía lo sucedido: el ensayo iba perfectamente, la música embargaba cada uno de los asientos vacíos y los palcos adornados para el concierto nocturno. De repente el director de la banda convirtió sus delicados movimientos en incontrolables aspavientos. Entonces alguien gritó: “Un bicho” (debió de ser el tercer flautista, algo cegato y provisto de voz chillona), provocando la histeria. Los taburetes volaron, los instrumentos fueron usados de improvisadas armas y el piano de refugio para los más rápidos, los cuerpos se confundieron y algún infeliz colocó su violín en la cabeza de otro, desatando una gran pelea de una crueldad brutal y la dantesca escena resultante.

Con sigilo guardó su violonchelo, bajó las diminutas escaleras del escenario y se dirigió hacia la entrada a través del pasillo principal. Detrás algunos de los compañeros comenzaban a despertarse, lo notaba por los intensos quejidos que llegaban hasta él. Caminó rozando con sus manos el terciopelo de los sillones, sonriendo, acariciando la idea de ver los rostros de los señoritos y damas, fundidos en sus mejores galas y rizados bigotes, al quedarse sin su concierto de octubre en honor a ellos mismos, a su fatua vida y a la lujosa ignorancia que les vestía. Pisó las hojas secas que se habían introducido por la puerta de servicio, siendo arrastradas hasta la fastuosa entrada. Las miró, hermosas en sus colores otoñales aunque caídas de sus altares. Entonces se paró frente a un grupo de ellas. Allí la vio. Una iguana rechoncha, de un verde imposible y con unos ojos desorbitados retozaba sobre el cómodo colchón. Una carcajada salió de lo más profundo de su estómago, se agachó, recogió “al bicho” susurrándole amistosamente: “Tu y yo nos vamos a llevar bien. Hoy tengo una comida familiar y son bastante aburridas”.

© Mª Teresa Martín González

domingo, 2 de noviembre de 2008

El Cielo Blanco

La joven miró a través del marco curiosa por las nieves que cubrían la avenida. Podía ver como las fachadas blancas apenas se distinguían y los tejados habían cobrado una considerable altura que peligraba la estructura de todos y cada uno de los hogares. No obstante la Iglesia permanecía altanera, mostrando su brazo desafiante. Sobre sus tejas no había ni una sola partícula de escarcha y eso le llamó la atención, es más, su cruz brillaba como si el sol, desaparecido en toda la escena, reflejase sus rayos sobre el metal. Acercó la nariz. No le resultaba difícil apreciar el olor a invierno, a castañas asadas y a leña. Entonces un escalofrío le recorrió el cuerpo. Desde una de las ventanas de las viviendas más lejanas una pequeña figura observaba a través del cristal, parecía triste, solitaria, pero el contorno que se perfilaba en la distancia parecía lucir con la misma luz que la cruz de la iglesia.
−Elisa, vamos, no te quedes ahí parada –susurró la señorita Olvido cogiéndole de la mano-. Son las doce y aún nos quedan muchos más cuadros que ver.
Las dos caminaron por el largo pasillo dedicado a la artista Julia Martín.
−Fue una pintora un tanto loca –susurró despectivamente la institutriz notando la reticencia de su pupila en abandonar la sección. No hay duda que le faltaba más de un tornillo cuando pintó “El cielo blanco”.
−¿El cielo blanco? –repitió Elisa logrando que ambas se detuviesen.
La señorita Olvido miró a su alrededor, entrecerrando los ojos. Una vez que se quedaron solas se colocó las gafas que constantemente resbalaban por su nariz y suspiró.
−Julia Martín fue una gran pintora de su época, hasta que… -la institutriz se detuvo, sorprendida por el rostro de Elisa, la joven nunca había puesto tanta atención en ninguna de sus lecciones-. Fue una gran artista, decía, hasta que su hija murió. Durante años se dedicó a destrozar todo aquello que pintaba. No existía lienzo que sobreviviese a su desesperación y angustia. Un día, más de veinte años después y siendo ella una anciana creó El Cielo Blanco. Cuentan los eruditos, grandes entendidos en el tema, que la figura que se aprecia en la ventana es la imagen de su hija. Otros, menos dados a la realidad y creo yo que profundamente perturbados, han sembrado el rumor de que de vez en cuando el espíritu de Julia se reúne con su hija en el cuadro.
Elisa retrocedió corriendo dejando atónita a la señorita Olvido. Observó de nuevo a través del marco, de las calles, de las casas, y allí, dónde hacía unos minutos había una silueta, ahora se reunían dos en un agradable abrazo. “Intentaste crear un paraíso para estar con tu hija, y al final lo lograste”. El cielo pareció tomar otro cariz permitiendo que las grisáceas nubes mostrasen un sol, aunque pálido, reconfortante, haciendo que la elevada cruz y aquella solitaria ventana brillasen con una inexplicable pureza.

© Mª Teresa Martín González