domingo, 2 de marzo de 2014

EL LATIDO II continuación...



II

            ― Milord, el amanecer está cerca y la “vieja” dice que está lista –informó el soldado mientras hacía un gesto despectivo hacia la extraña anciana que jugueteaba con restos de huesos cerca de un carro.
           El caballero de los ojos negros cerró los párpados, descansando la mirada que había mantenido durante largas horas fija en la lejanía, más allá de las brumas que se levantaban en el lago, puesta en aquellos torreones que le separaban de ella. Caminó entre los caballos con paso firme, como era habitual en él, y se detuvo ante la anciana, lo que provocó que ésta se encogiese de temor.
        ― Habéis tardado mucho “vieja” –recriminó–, y espero que los resultados me satisfagan y alejen de mí esta ira que me ha provocado vuestra presencia durante estos meses.
           ― Claro mi señor, claro mi señor –aseguraba mientras bajaba la cabeza y comenzaba a recoger sus utensilios, dejando mostrar en su rostro una ligera pero bien perceptible mueca.
           El caballero pisó con su bota uno de los utensilios, a riesgo de dejar bajo el cuero los huesudos dedos de la mujer. La anciana retiró bruscamente su brazo e intentó que sus mechones tapasen su cara, pero para él era perceptible sin duda alguna la sonrisa bajo los grises cabellos.
            ― ¿Os estáis riendo? Porque será un placer enorme compartir vuestro júbilo cuando os aparte de mi vista y deje de acompañarnos el hedor de vuestra carne –escupió – Ahora recoged vuestras cosas y mostrarme el camino –sus iris parecían conseguir lo imposible, parecer aún más negros.
           La anciana se levantó, se remangó sus faldones y caminó hasta la orilla. Intentó que sus pies no rozasen el agua maldita. Cogió un puñado de tierra, con dificultad estiró su cuerpo, alzó los brazos mientras pronunciaba unas palabras y arrojó el contenido de su mano al frente. Miró hacia atrás apenas un instante, confirmando que el caballero permanecía allí, alerta. Y entonces sopló, sacudiendo hacia delante el polvo de tierra que flotaba como si de pequeños insectos se tratase, mostrando en su avance un puente de piedra roja sobre las aguas.
           ― Montad –ordenó el caballero sabiendo que su voluntad sería inmediatamente cumplida y haciendo él lo propio–. No quiero trucos, vieja, seréis recompensada como acordamos a la vuelta –indicó mientras el corcel ponía los cascos sobre los primeros zócalos del puente. Entonces apreció aquella sonrisa diabólica entre las arrugas de la boca de la mujer.
           ― Entonces me daré por recompensada con vuestra muerte, porque nunca regresaréis –casi carcajeó–. Ella no os dejará vivir.
            El caballero por una vez dudó, por ahora la leyenda parecía ser cierta: el bosque maldito, en el que había perdido a más del tercio de sus hombre; el lago negro de Aguas Turbias que fundía desde la piel mas fina hasta el más rudo metal; el Palacio de los Siete Torreones en mitad del lago; y el camino secreto que conducía hasta su gran puerta de sangre. Pero en su corazón no había miedo, no temía que aquellas piedras rojas que les sostenían y que se movían al paso de su trote, desaparecieran y les dejaran a ciegas en mitad de aquel infierno de líquido oscuro, no temía la puerta de sangre cuyo color empezaba a apreciar en la distancia y al ser que había detrás de los muros de la fortaleza, no, no temía a la muerte, pero una congoja le invadía cuando pensaba en lo que supondría su derrota. Rozó suavemente el zurrón, sintiendo entre su poderosa mano lo único que les garantizaría la victoria.
            Sus pensamientos se detuvieron cuando ante ellos comenzó a vislumbrarse el brillante rojo de la gran puerta. Si bien no era sangre lo que formaba las dos enormes hojas, los rubís que la cubrían en toda su extensión eran de un rojo tan cristalino que reflejaba el movimiento del agua, lo que provocaba la ilusión de ser un torrente de sangre.

  Continuara…


Primera parte en http://elvuelodealasnegras.blogspot.com.es/2013/09/el-latido.html



©Mª Teresa Martín González