sábado, 7 de septiembre de 2013

EL LATIDO



Quizás la noche más oscura que había caído jamás sobre aquella avejentada fortaleza. Lejos de enorgullecerse de los salones desvencijados que otrora fueron atractivo de las fiestas de la familia Londstand, mantenía con soberbia sin embargo, los siete altos torreones que se podían divisar desde la cabaña al otro lado del lago de Aguas Turbias. Cinco eran los jinetes que, aposentados sobre sus caballos, observaban con cautela el pequeño mar que ante ellos se desplegaba como una alfombra de sombríos y lúgubres secretos. Uno de ellos levantó la mano, girando su rostro y observando a través del yelmo con sus extraños ojos negros. Otro de los hombres se llevó un cuerno a la boca y mientras que el resto bajaba de sus monturas, hizo sonar el objeto llevando el estruendoso sonido a través del Bosque de Llena. Después, regresó el absoluto silencio, roto nada más que por el extraño latido que surgía del interior de un zurrón.

         Elya dejó el pincel sobre la mesa. El aviso llegado desde la orilla no había pasado desapercibido para ella, ni para el cuervo que inquieto se movía en el alfeizar. Limpió los restos de pintura en sus vestimentas y salió de la recámara. “Ya han llegado” susurró con una voz que apenas reconocía como la de ella. Intentó no arrastrar con sus ropas las numerosas telarañas que se habían ido formando durante décadas en el pasillo y en las escaleras que descendían a las estancias inferiores. Sabía que no se atreverían a entrar hasta el amanecer, pero para entonces, estaría preparada.

            …mientras tanto, en un lugar lejos de allí…

Miraba taciturno al noble, detrás del biombo construido con las dudas y desconfianzas ajenas. El rojo y el púrpura peleaban por ser el color que más resistía al oxido que consumía el escudo familiar, mientras las llamas del tiempo devoraban los tapices, los muebles e incluso la vieja escalera que abría sus brazos hasta el gran balcón. De vez en cuanto vaciaba de aliento su pecho, esperando que con cada suspiro volviera a palpitar su corazón como lo hizo antaño, con ritmo, emoción, al fin y al cabo, con vida. Igual que las cortinas que rasgadas se habían dejado llevar poco a poco, trocito a trocito, por el viento que entraba por la ventana, él se dejaba caer, vencido.
―¡De que os sorprendéis! –replicó frente a su interrogante mirada– ¿No me habéis llamado acaso? ¿No rogáis cada día de vuestra miserable existencia lo que yo os puedo ofrecer?
Un lamento salió de sus huesos del hombre cuando su acompañante hizo ademán de coger su desvencijada espada. Se acercó, reprimiendo el acto de colocar sus manos sobre aquel cuello y hundirlas en su carne. “Aún no, aún no”.
―Supongo que es un regalo, digamos...divino –susurró, imitando las palabras que antaño habían surgido en una primera conversación muchas, muchas décadas atrás.
―Me engañaste –apenas salía un hilo de voz.
Sonrió ausentándose de la mirada suplicante del hombre, provocando que él aumentase el temor y angustia. Se acercó aún más para robar sus pensamientos, cauteloso para evitar contagiarse de la agonía de aquel incauto que una vez lo quiso todo a cambio de lo único que ahora serviría como moneda de cambio por su vida.
―Es un verdadero calvario ver morir poco a poco a tus seres queridos, ver que el tiempo avanza y tus hijos son abrazados por el descanso eterno –se enfrentó a su rostro con una sonrisa que provocó la caída instantánea de sus párpados– pero lo es más el envejecer y darte cuenta de que tu cuerpo y mucho menos tu alma, nunca alcanzarán esa paz. ¿Es eso lo que deseabas realmente aquella noche en la que nos conocimos?
Una ligera brisa removió la estancia, trayéndole un olor conocido. Ella estaba cerca. Podía notar su presencia, le resultaba agradable pero ahora no le interesaba que posase sus manos sobre su "socio" y su aciago destino, que en cierta forma, le pertenecía.
―¿Podrás con ella? –el hombre consiguió esbozar una pequeña sonrisa con sus labios comaldos de yagas pese al temblor que recorría cada uno de sus huesos humanos.
―Vaya. Era demasiado desear que no se hubiese hecho notar. Por lo que he de cambiar mis planes, llegó el momento, nuestro acuerdo finalizará esta noche.
Puede que tuviese razón, bastante había disfrutado ya con el sufrimiento de ese indeseable. Quizás el trato llegase a su término antes del amanecer, pero eso no le evitaría disfrutar de unas cuantas horas, siempre que lograra convencer a la dama cuyos pasos ya se escuchaban detrás de la puerta de roble.

  
            Continuara…


©Mª Teresa Martín González