viernes, 25 de noviembre de 2011

La última noche en la ciudad

Desesperada, cruzó las calles bajo el sonido del cielo que descendía enfadado sobre todos los que se habían aventurado a permanecer en aquella ciudad condenada. Uno de los zapatos había caído junto a los cuerpos de sus vecinos y el otro había sido lanzado a la cabeza de algún soldado en su huída. Sus rizos negros caían desordenados sobre la espalda, apenas recogidos por un lazo marrón deshilachado. Las lágrimas y la desesperación habían provocado un breve enrojecimiento en sus mejillas, las manos aferraban con tanta fuerza sus faldas para evitar caerse, que las uñas habían dejado feas marcas en la tela. El callejón le ofrecería una cobertura apenas breve mientras las nubes negras formadas por la ceniza y la pólvora cubriesen el sol tardío. En la noche se movería en busca de algún otro escondite. De vez en cuando reconocía alguna voz en la distancia, oía disparos y luego, nuevamente, silencio.

La noche cayó sin que el sol dejase reminiscencias de su candor en aquella ciudad vacía de cualquier esperanza. Un ardor le recorría todo el cuerpo. Sus jóvenes huesos se resentían después de horas oculta entre varios contenedores y sus ropas desprendían el horrible olor a sangre y miedo. Se levantó escrutando en la oscuridad y retirando las lágrimas que aún permanecían en sus mejillas. Desde su cobijo había observado una escalera exterior que recorría una de las fachadas. Necesitaría utilizar algunos escombros para alcanzarla, pero de ese modo tendría acceso a las viviendas adyacentes. Los dedos estaban congelados, por lo que no sintió dolor cuando las astillas de una caja se introdujeron en la piel de sus manos. Se incorporó con los pies descalzos sobre el montículo conseguido, saltó para alcanzar el penúltimo escalón, quiso gritar por el esfuerzo pero únicamente se concedió un gesto de dolor. Subió poco a poco, la falda se le enganchó en un extremo, desgarrándose y cediendo paso al frío que se adhirió a su pierna desnuda tras las medias rotas. Al llegar a la última planta observó a través de la ventana, ninguna en los pisos anteriores estaba abierta, esta no iba a ser menos. Suspiró, no podía permitirse hacer ruido y llamar la atención, pero tampoco debía permanecer prácticamente colgada a más de veinte metros de altura. Se quitó el abrigo con cuidado y lo utilizó para romper el cristal. El sonido del crujir del material le pareció en esa situación aún más estridente que las bombas caídas días antes. Entró en la estancia que se abría ante sí.

No había corriente eléctrica en el edificio, por lo que rebuscó en los muebles algunas velas sirviéndose de la escasa luz de la enfermiza luna que accedía al habitáculo. Encontró algunos cirios que colocó estratégicamente encima de las repisas y mesas, llevando consigo la más grande para revisar el resto de la casa. No encontró nada fuera de lo normal, estaba acostumbrada a ver los lujos con los que los grandes señores de ciudad vestían sus casas. Ella apenas llevaba seis meses allí tras conseguir un trabajo en el servicio de la familia de un prestigioso médico. El sueldo remitido a su familia atenuó los bajos precios de los frutos de la cosecha, y ella pudo permitirse adquirir un par de zapatos nuevos, aquellos que ahora sufrían en la calle las inclemencias de la madrugada.

Abrió el armario de la habitación principal, intentó alejar de su mente el olor a pólvora que llevaba impregnado en la piel. Se miró en el espejo, se vio demacrada, sucia y desaliñada. Se desbrochó el chaleco, los botones de la blusa y los jirones que componían su falda. Las ropas cayeron al suelo. Sus prendas íntimas las siguieron. Ella buscó entre los espléndidos vestidos que colgaban del perchero y se introdujo en un elaborado vestido rojo. Observó nuevamente su reflejo en el espejo. Su imagen le provocó una sonrisa y por un momento se olvido de los años de hambre y penurias, de los temores al llegar a la gran ciudad, de las bombas de días atrás y de los disparos, de la sangre en las paredes y las miradas de odio. Vio únicamente el brillar de las lentejuelas en sus pupilas y el movimiento de la tela cuando ella comenzó a girar sobre sí misma.

El baile le provocó un ligero mareo, lo que le recordó que no había comido desde el día anterior. Se dejó caer sobre la cama, acarició la suave seda de las sábanas y lloró, lloró tanto que las lágrimas que surcaron su rostro y cayeron después desordenadas, mancharon de gris la suave tela. Finalmente se rindió en aquel colchón que días antes habría servido de reposo a una elegante dama y que ahora, en la humedad de la noche, tenía que conformarse con una sencilla campesina con sueños rotos.

Un estruendo cercano la despertó horas después. La luna aún mantenía su batalla con las nubes, las velas, consumidas casi en su totalidad, le ofrecían un ligero alivio. El sonido continuó haciéndose más cercano a aquella habitación que se había convertido en su particular refugio. Se levantó, con el mismo cuidado que le acompañaba desde que explotase la primera bomba, pero envalentonada quizás por el descanso logrado. Caminó hacia la puerta, sintiendo la fría madera bajo sus pies desnudos. Salió al pasillo mientras el ruido se hacía más intenso, apagando con un ligero soplido los cirios que aún permanecían encendidos. Recorrió los metros que la separaban del recibidor y de un pequeño despacho, acariciando la idea de salir de aquel piso sin ser vista. Agarró con fuerza el pomo de la puerta de roble y abrió. Escuchó voces que provenían de la escalera y cerró de nuevo. Giró, corrió en la oscuridad introduciéndose en una de las habitaciones, tropezó con algo y cayó. Tanteó junto a sus pies reconociendo la causa de que sus huesos hubiesen acabado en el suelo. Un saco lleno de objetos que tintinearon al movimiento. Entonces le vio, de pie junto a una cómoda. Él era alto, sus cabellos rizados, su camisa demostraba haber sufrido una pelea y se podría apreciar ligeramente el tiñe de sangre en las partes que aún sobrevivían sobre el amplio pecho del desconocido. La exigua claridad que entraba por la ventana no le ofrecía más datos de aquel hombre que la observaba paralizado. Sin duda, un saqueador sin escrúpulos, pensó ella.

La puerta principal se abrió y varias voces masculinas invadieron el recibidor. Un brazo fuerte la arrancó de donde estaba y una mano en su boca evitó el grito que desesperado surgía de su garganta. El extraño la ocultó tras las cortinas en un abrazo poderoso que la elevaba varios centímetros del suelo. Ahora la luz del exterior le ofrecía una visión más exacta de aquel hombre. Su rostro rozaba la hermosura y pese a que los cabellos caían sobre su frente en desconsiderado desorden, ella descubrió unos ojos claros y unos labios que le sonreían en un intento de tranquilizarla. Por alguna inexplicable razón se sentía segura en sus brazos.

“No deberías estar aquí”, le susurró al oído, pero bien podría haber sido una caricia pues su cuerpo respondió al calor de su aliento con una extraña sensación de mareo, y esta vez no a causa de la falta de alimento. La voces al otro lado del corredor se hicieron más claras, provocando que el hombre la abrazara aún más fuerte. “Os van a quitar el botín, mala suerte”, pronunció casi extenuada por el abrazo. El la miró fijamente y mientras entornaba los ojos esbozó una sonrisa divertida. Estaba segura de que si se hubiesen encontrado en otro lugar menos siniestro, aquel ladrón se hubiese echado a reír descaradamente.

Los inoportunos invitados marcharon a los pocos minutos. El hombre dejó que sus pies rozaran otra vez la fría baldosa del suelo pero no la soltó, manteniendo con uno de sus brazos la cercanía con ella, acariciando con la mano libre el rostro de la joven. “Sois muy hermosa debajo de todo ese hollín. La pólvora no sienta bien a vuestras mejillas ni acompaña el lujo de vuestro vestido. Señora”, volvió a susurrar, provocando de nuevo aquella extraña sensación en las entrañas de la joven. Antes de que pudiera librarse de su abrazo, él acercó su boca y rozo los temblorosos e inexpertos labios de ella, que se dejaron seducir. El calor la inundó de tal manera que no fue consciente enseguida de su viaje al cómodo colchón de suaves sedas. El abrazo se convirtió en caricias y el beso se deslizó hacia su cuello, sus pechos ya desnudos y su vientre, provocando el abandono absoluto al placer y a la locura de aquella noche desterrada de cualquier género de cordura.

***

El sol entró con fuerza por la ventana y en un esfuerzo por despertarla atravesaba las cortinas hasta su rostro. Abrió los ojos. La habitación se encontraba vacía y aunque eso alivió un poco el sentimiento de pudor y culpa que la embargaban, por primera vez en mucho tiempo se sintió sola, realmente sola.

Corrió cubierta con la sábana hasta la habitación en la que había dejado sus verdaderas ropas. Se vistió con premura. Tenía que irse de allí, huir, dejar atrás aquella ciudad maldita y olvidar. Los besos y las caricias pasaría a formar parte del mismo grupo que las bombas, el fuego y los muertos cuando estuviese lejos. Avanzó por el pasillo hasta la puerta de entrada, la casa parecía aún más grande con tanta luz diurna. En el recibidor vio una hermosa mesita de forja con cristal tintado. Encima un reloj antiguo marcaba las ocho de la mañana y dos candelabros sin cirios acompañaban la lustrosa decoración. Pero no fue eso lo que llamó su atención. Junto a cada candelabro había varias fotografías: la de una mujer madura con una niña y un niño junto a un hermoso jardín; otra más grande en la que probablemente el dueño del piso posaba junto a su esposa en el estudio; una tercera, en la que se mostraba el retrato de un joven que le resultó muy familiar. La muchacha se tragó la maldición que en ese momento se apresuraba a salir por su boca. Él no era un saqueador, su apasionado ladrón no era tal. Volvió a agradecer que no amaneciera el día con él a su lado. Se apresuró a bajar las escaleras no sin antes mirar atrás por última vez.

El sol volvió a deslumbrarla ya en la calle, en esta ocasión casi cegándola. “Pensaba que no bajarías nunca. Vamos, nos esperan en el puerto y no nos podemos retrasar”. Aquella voz. Su ladrón, aquél hombre que en unos minutos y con una noche de pasión le había conquistado, borrado cualquier rastro de miedo y soledad, enamorado, señalaba al interior de un vehículo mientras se mantenía apoyado sobre la brillante chapa negra del coche. “Venga. Conseguir el transporte ha sido francamente caro, y ahora mismo el dinero no tiene apenas valor”. Le guiño un ojo, explicando con aquellas palabras la recaudación de objetos valiosos de la noche anterior. Ella no cuestionó su siguiente paso, quería estar con él aunque aquél viaje les mantuviera en aquella urbe destruida y peligrosa.

La joven se acomodó en el asiento justo cuando la sirena volvió a sonar avisando de nuevos bombardeos. Su acompañante aceleró sin prudencia alguna entre las calles deshabitadas de esperanza. Los que aún se negaban a abandonar el lugar corrían a refugiarse. Aún olía a la pólvora del día anterior y los agujeros de metralla en los edificios eran fiel reflejo de la guerra que se cernía sobre el país. El vuelo del primer avión que les sobrevoló casi anuló cualquier otro sonido y encogió su pecho. La primera bomba cayó sobre el orgullo de la ciudad, un edificio de cinco siglos con exquisita arquitectura que ahora hacía las veces de central de los soldados. Los siguientes ataques fueron indiscriminados, anulando sus posibilidades de continuar hacia el puerto en vehículo.

Avanzaron sin mirar atrás entre las ruinas y la sangre, la metralla y el olor, ese olor que se impregnaba en las ropas, el hedor a muerte. Cuando las bombas dejaron de caer comenzaron a escucharse los primeros disparos. Los pocos que inconscientes como ellos se aventuraban a escapar eran abatidos por los soldados enemigos. Cubrir la distancia hasta el puerto no les supondría más que un par de minutos más. Una vez en el puerto vieron las grandes llamas que se alimentaban de un barco enorme, algunos de sus pasajeros se arrojaban gritando por la borda en un intento de apaciguar el fuego de sus cuerpos en las aguas. El cielo, tan azul minutos antes, se había transformado en un techo rojizo, como si el sol también estuviese herido por los horrores presenciados. La joven se paralizó, provocando que él tirara de ella hasta un cobertizo a unos cincuenta metros de allí. Las puertas se abrieron con lentitud y frente a ellos apareció un aeroplano destartalado. Entre los dos lograron poner en marcha aquella chatarra no sin cierta dificultad. El aparato rodó sobre el asfalto hasta la pequeña pista en la parte de atrás. Cogió velocidad poco a poco. Ambos pensaron que acabarían como aquellos infelices, en el mar teñido de sangre al cual se acercaban irremediablemente. Como en un intenso y desesperado aleteo de una vieja paloma, alzaron el vuelo.

La ciudad se fue haciendo pequeña en la distancia. Los campos que una vez fueron su hogar también se apreciaban de forma débil en la lejanía cuando tomaron más altura. “Libertad”, gritó ella para hacerse escuchar sobre el ruido del motor, “Me llamo Libertad”. Él se giró sobre su asiento para poder mirarle a los ojos y esbozó una hermosa sonrisa, “Salvador, ese es mi nombre”, dijo, mientras frente a ellos volvía a descubrirse un hermoso cielo azul.



© Mª Teresa Martín González