martes, 27 de abril de 2010

Humo al amanecer

Observé humo en la lejanía. Enseguida me pregunté que podía haber ocasionado aquellas nubes negras y ese olor que embargaba la zona, pese a la distancia, con bastante desagrado. A mi mente acudieron muchas imágenes y sonidos que habían quedado atrás, en esos recuerdos que uno arrincona, que aunque duros y dolorosos, se mantienen para poder avanzar por el presente con paso correcto. Pero en esta ocasión no había escuchado ninguna explosión, ni gritos, simplemente aquella torre imponente se retorcía y avanzaba hacia el pueblo. Habían pasado más de 60 años desde la última vez que había visto las casas blancas escondidas por la ceniza. El sol debería de haber nacido ya, jugueteando tras la colina, asomándose lentamente mientras evapora el rocío de los campos. Sin embargo, sospeché que aquella mañana tardaría en aparecer siquiera alguno de sus radiantes brazos tras aquel cortinaje que avanzaba con desazonadoras expectativas para los vecinos.

A medida que caminaba hacia el límite de pueblo acompañado del resto de mis paisanos, el cielo consumía la poca claridad que aún conservaba sumiéndonos de nuevo en la noche. Pronto descubrí dos cosas, la primera es que los demás no me seguían, sino que lejos de tener la misma curiosidad que yo, se cobijaron en la capilla. La segunda, que junto al olor a hollín se apreciaba un ligero aroma. Tan suave llegaba aquel olor, que subía por mis piernas de jubilado y me hacía cosquillas en la espalda hasta llegar a mi nariz.

Ascendí poco a poco por el sendero que me conducía, kilómetros más adelante, a la carretera de la ciudad. Cada vez necesitaba apoyar más mi bastón en la tierra húmeda, aumentando al mismo ritmo que mi corazón el interés por despejar mi incertidumbre. A cada paso el humo se hacía más intenso y la visión del siguiente metro más difícil, me costaba respirar y aquel aroma se hacía más y más fuerte, hasta que mi cuerpo cayó vencido.

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Abrí los ojos, el reloj del salón daba las siete de la tarde. “Menuda sienta, Antonio”, escuché desde la cocina mientras me desperezaba e incorporaba a duras penas de la mecedora. Me acerqué con la rapidez que me permitían mis cansados huesos, siguiendo el aroma que sin duda provenía del fogón. “Todavía no. Aún no están hechos, no me molestes”, gruñó mi señora mientras aplanaba mi nariz con la puerta. Decidí dar un paseo para apaciguar mi estómago, tomé mi sombrero y salí al aire libre.

Tras varios minutos comenzó a sorprenderme no ver a nadie por las calles, ni siquiera las dos hermanas de mi mujer habituales en la puerta de la iglesia para “conocer las últimas novedades del pueblo”. Al llegar a la plaza los bancos estaban vacios y la pista de petanca sin el público habitual. Ni siquiera había niños invadiendo los columpios o usando la fuente como piscina improvisada. Escuché algunos ruidos a través de una ventana, me acerqué observando en su interior a varios de los menores jugando con esos endemoniados aparatos de videojuegos. Me giré, acordándome de la rueda, el pilla pilla, el escondite y cuando Enrique y yo íbamos a coger renacuajos al río y de los veranos colándonos en la piscina de Don Anselmo y del sol, sobre todo del sol acariciando nuestros rostros jóvenes y saludables. Tras media hora de paseo haciendo turismo por las ventanas y observando a mis compañeros de dominó absortos con eso que llaman internet, regresé a casa. Omití detenerme a la vuelta en el Bar Manolo, ya que, Manolo, había sustituido sus famosas tapas de carne con tomate, patatas al ali oli, salamandroña y migas, por cosas que él denominaba “delicatessen” y cuyo nombre nadie se atrevía a repetir.

Entré en la cocina por la puerta del patio. Aún permanecía el sabroso olor. “En la mesa camilla, Antonio. Pero no te hinches, que te sube el colesterol”. El colesterol y el azúcar, cómo no me iban a subir, si desde que mi mujer se había hecho con el Cheff 3000 hacía tantos platos como en un restaurante y siendo yo el único comensal habitual, me temblaba la dentadura. Entré en el salón, esperando ver en la bandeja el único plato que mi mujer seguía haciendo a la vieja usanza. Allí estaba, aquella montaña de buñuelos alpujarreños junto a mi copita de anís. Tardé medio segundo en cortar la tele de plasma, que nos había costado la paga extra de la pensión y en mirar con desconfianza la antena tan fea que nos había colocado el técnico. Encendí la radio, me senté en la vieja mecedora y cogí un buñuelo. Suspiré, sonreí, saboreando los años buenos.

© Mª Teresa Martín González