viernes, 24 de octubre de 2008

A los amores que nunca se olvidan

La dama alcanzó a verle a través de los asistentes. Casi cuarenta años después del incidente y tenía que encontrárselo en aquellas circunstancias. Se arregló el cabello mientras se acercaba, colocando un mechón suelto en el interior del pasador de plata..

—Parece más joven –le susurró un muchacho a su lado, desprendiéndose restos de un chicle de la solapa.

—No lo sé –musitó percibiendo el nerviosismos de los dedos de su acompañante que se afanaban en ocultar el agujero realizado al traje-. Son muchos años los que me separan de la última vez que le vi. En aquel entonces mostraba una gran melena. Sus cabellos siempre estaban revueltos y era bastante descuidado y torpe. Pero eso me fascinaba de él. Ahora parece un gran señor, sereno, altivo y con un gran porte.

El muchacho rió mientras golpeaba ligeramente en la madera chapada.

—Tantos años y le aseguro que no cambió ni un ápice. No me equivoco cuando digo que durante este tiempo siempre la tuvo en su memoria.

—Lo dudo. La última vez que hablamos fui muy cruel con él. Nos queríamos, pero cada uno teníamos intereses y perspectivas del futuro bastante distintas.

—Insisto, la tuvo en sus pensamientos mientras ese delicado corazón le falló por última vez –el joven siguió golpeando la madera en un ritmo conocido, mientras que con la otra rozaba la suave seda del interior de la caja.
—Le echaré de menos -sollozó la dama escuchando el repiquetear que comenzaba a convertirse en una melodía,una canción que alguna vez bailó-. Echaré de menos esa mirada, esos ojos azules.

Entonces el muchacho, por primera vez levantó la cabeza mostrándole el rostro. Ello notó una cara conocida, y unos ojos, unos ojos que nunca había olvidado.