jueves, 29 de mayo de 2008

LILITH 3

En el lugar se apreciaba un fuerte hedor a muerte, sacrificio, a rencor y olvido. Pero la esperanza que portaban los hombres de bien, engañaba al oscuro designio, llenando de esperanza el interior de cada uno de nosotros. Mi piel, vencida por el cansancio de los milenios, recibía con extraña aceptación el candor y luz que se había formado a nuestro alrededor. Por última vez escuché las notas que con parsimonia surgían de la caja de música, sintiendo nuevamente que la sangre volvía a bañar mis ociosas venas. Miré a mis compañeros de aquel largo viaje que llegaba irremediablemente a su fin, así como al joven Iselor, el verdadero héroe de aquella perturbadora profecía. Finalmente me crucé con la mirada de mi fiel compañero Kain, serena, segura, impaciente, y supe sin lugar a dudas que la lid que se aproximaba no sería la última en la que participaríamos unidos. Noté el frescor de la tierra húmeda bajo mis pies descalzos y una ligera brisa nos rodeó por un momento atrapándonos en un huracán de sensaciones, aislándonos de la fría mirada de nuestro enemigo.

La voz de Iselor alentó a las tropas, la luna perenne durante varias semanas se tornó roja, las manos de aquellos que lucharían por un futuro asían firmes las armas. Los ojos ardían puestos en la batalla, nuestros corazones en un nuevo amanecer.

sábado, 24 de mayo de 2008

El asalto y el sabueso

"sssssssssssss"

Santi salió serpenteando a través de la solitaria salida, susurrando apenas sin saliva y dejando un rastro de sal que surgía del nauseabundo saco. Sólo tendría que saltar los tres escalones y sobreviviría al desafortunado encuentro.

Tres salchichas y dos lonchas de salami sumaban su especial hurto en aquel asalto inesperado al hostal de Madame Sabrina. El sabor de las delicias escondidas en la despensa, le habían sacado por un momento de su desesperante hambruna, saciando durante escasos segundos el espacioso estómago.

Sin mirar sobre su hombro y perseguido por su sombra, Santi sacó un escalpelo subastado entre los indigentes del Salón de la Bebida y sumado a las escasas pertenencias valiosas, simulando ser un esgrimista mientras asimilaba con sufrimiento que el sabueso de la Dama le seguiría mientras no soltase las estupendas salchichas.

viernes, 16 de mayo de 2008

UN RINCÓN EN EL PARAÍSO

XIV CERTAMEN LITERARIO "PLAZA DE LA LIBERTAD"-MOTRIL 1º PREMIO

María preparaba con tesón unos jugosos tomates para la ensalada, mientras Manuel tejía una cesta con el mimbre recogido durante la primavera. Aún recuerdo el imperioso caserío, en cuyo interior se fundían el olor a esparto, madera y pan recién horneado. Las gruesas paredes de piedra permitían que aquellos veranos no se hiciesen tan calurosos. Pese a que aquel idílico lugar lejos de la ciudad, rodeado de montañas y un verde casi extraño a la paleta de colores de cualquier pintor, se ubicaba en una zona privilegiada de los bosques norteños, parecía que portábamos siempre en nuestra maleta parte del agosto del Sur.

Mikel y yo nos refugiábamos en el ático buscando las arañas “pataslargas” que se escondían entre la multitud de objetos olvidados en aquélla estancia. María después nos preguntaba qué hacíamos allí arriba tanto rato. Nosotros nos mirábamos cómplices de nuestro delito mientras escondíamos el bote de cristal lleno de nuestras presas. Manuel nos guiñaba un ojo, pues él era quien nos indicaba los mejores rincones para capturar a los inocentes insectos. El tiempo durante aquellos veranos pasaba inadvertido para nosotros, repleto de juegos, aventuras, excursiones al río y en general de experiencias que jamás he olvidado. Mis padres regresaban a principios de septiembre, casi cuando mi mente ya había empezado a reemplazarles por el cariño de aquellos dos ancianos que con tanto tesón me cuidaban. Entonces yo les avasallaba narrándoles todas mis hazañas y las cosas aprendidas, mientras ellos me miraban simplemente con una sonrisa como si entendiesen perfectamente de lo que les estaba hablando.

Pese a que las vacaciones llegaban a su cenit, los últimos días siempre eran los que más me gustaban. El otoño se anticipaba en la zona y los adultos nos obligaban a cambiar nuestros bañadores por la rebeca. Mikel y yo nos introducíamos entre los abetos y las ayas para escuchar el singular sonido que provocaba el viento en su travesía entre las ramas. Nos agarrábamos de la mano y cerrábamos los ojos deseando comprender un lenguaje oculto en la naturaleza que nos revelase y aclarase todas las dudas que nos surgían a aquella tierna edad. A decir verdad, muchas son las cosas que he ido comprendiendo a medida que crecía, pero otras tantas aún quedaban en un pequeño rincón deseando ser regadas con respuestas.

Mucho tiempo después, rondando el año 1989, acababa de pasar un duro momento tras la muerte de mi hijo. A raíz de aquello mi matrimonio se tambaleaba y yo no lograba darme cuenta de que debía de luchar por lo que aún me quedaba. En lugar de intentar levantar un hogar que había quedado vacío de alegría y candor, escapé de la situación, huyendo al único lugar donde imaginaba que podría encontrar respuestas. Dieciocho largos años me separaban de mi último verano en el caserío, pero he de reconocer que descubrí, si no las respuestas que ansiaba hallar, si una paz que fue mi bandera para continuar con mi vida.

Mientras avanzaba por el sendero que conducía a la vivienda, observé las montañas y el bosque de una forma distinta. Parecía como si el tiempo no hubiese transcurrido, el paisaje permanecía perenne en su hermosura, pero para mi había una primera vez. Jamás había visitado la zona en pleno otoño, con las hojas cubriendo la hierba y los árboles llenos de naranjas, rojizos y ocres, así como algunos verdes que aún deslucidos, se resistían a dejarse invadir por los fieles colores de finales de octubre. El corazón se aceleró cuando alcancé la puerta del caserío. De la chimenea surgía un constante humo y desde el exterior pude apreciar el olor a castañas asadas, leña y hogar. Llamé con fuerza pero con cierto temor. Tras la puerta se escucharon unos rápidos pasos, la madera crujió al descorrer el cerrojo y a un niño salió a mi encuentro. Mientras me quedaba bajo el umbral absorta por la imagen de aquel jovencito que se parecía enormemente a Mikel, dos voces me llamaron obligándome a pasar. María preparaba la mesa colocando con delicadeza una vajilla de flores sobre un antiguo mantel de cuadros rojos y Manuel cocinaba junto a la leña, azuzando con energía la lumbre. A pesar de que sus cuerpos me resultaban más menudos y menguados, ambos conservaban el rostro risueño de antaño y con los primeros abrazos me reencontraron de nuevo con el cariño que en la infancia me habían dispensado.

Aquel niño tan agradable pero que me miraba con cierto recelo se llamaba Samuel, y era el hijo de Mikel, así como Sandra, una pequeña niña de piel sonrosada que dormía plácidamente en el desván y que una vez sentada a la mesa no paró de enumerarme los extraños objetos que había encontrado allí arriba. Me contaron que llevaban viviendo en el caserío varias semanas y que Mikel llegaría dentro de algunos días. Sus voces variaron a un tono que Manuel pronto disimuló ofreciéndome más ensalada, pero pude advertir cierta tristeza.

Efectivamente, cinco días después llegó Mikel acompañado de una lozana mujer, Ane. La forma de llegar sin embargo, me impresionó sobremanera. Ambos bajaron de una ambulancia junto a una enfermera que acompañó a Mikel a una habitación donde le acomodaron. Yo me quedé apartada de aquella escena, muda, temerosa de preguntar, mientras los niños abrazaban a su padre y los asistentes adornaban la estancia con monitores, máquinas y demás material médico.

Cuando todos abandonaron la habitación yo aún permanecí sobre el último peldaño de la escalera, tanteando con el índice la madera de la barandilla hasta que oí a mi viejo amigo: “Taco, ¿piensas quedarte ahí toda la tarde?” Me sorprendió que me hubiese reconocido. Aquella frase me llenó de forma especial, parece una tontería, pero volver a escuchar después de tantos años mi apodo en boca de quien me lo puso me rejuvenecía, me trasladaba de nuevo a un mundo sin preocupaciones, sin dolor. Me acerqué y le tomé la mano, casi temerosa de acariciarle, pero él se incorporó y me abrazó. “Me estoy rompiendo, pero aún puedo ahogarte con un abrazo después de tantos años”.

Durante los días siguientes me fui poniendo al tanto de la enfermedad de Mikel, de su vida, y de que tras muchos intentos de derrotar al cáncer, había tomado la decisión de disfrutar sus últimos momentos en el lugar que más le gustaba, pese a la oposición de los médicos. Mikel viajaba todas las semanas a la ciudad para recibir lo que el llamaba con humor “la última dosis de estúpida esperanza médica”. Yo poco a poco arrinconaba mi propia angustia dónde nadie pudiese apreciarla, incluso llegó un momento en que parecía haber esperanza para todos. En esos lapsos los niños jugaban y reían, Ane me contaba graciosas anécdotas de su esposo durante el noviazgo, y yo observaba la grandeza de aquella familia, unida, indestructible, poseedora de una extraordinaria entereza. Nunca observé aflicción, rendición o tristeza en sus rostros, sino una fuerza increíble que eran capaces de transmitir a todos aquellos que compartíamos con la pequeña familia los largos meses de invierno.

Una mañana cercana a la primavera encontré a Mikel sobre la repisa de la ventana. Su aliento surgía lento hasta tropezar contra el cristal, con su mano amoratada por el suero limpiaba la parte ahumada permitiéndole el acto observar completamente el exterior. Los viajes a la ciudad se habían suspendido y cada vez eran más largas las estancias en la cama. Fuera la nieve se derretía lentamente y el sol aún no lograba llegar con la suficiente fuerza. La nueva estación ser resistía aunque los primeros síntomas de su nacimiento daban al paisaje un semblante nuevo. Observé a Mikel durante minutos desde el umbral, viendo el repetitivo comportamiento de mi amigo, que ahumaba y frotaba el cristal constantemente. Dudé si entrar o no en su mundo particular, pero al final quise participar y conocer qué era aquello que mi amigo miraba abstraído en la distancia. Él se mostraba abatido, nervioso, pudiendo llegar a definir su estado como desencantado. Por primera vez en tantos meses descubría en aquella habitación a una persona enferma, sufridora.

“Taco, ¿crees que aún silbarán para nosotros los árboles del bosque? Susurró cuando me situé junto a él. Aprecié su voz lejana y unos ojos que mostraban signos de rendición. Miré a través del cristal preguntándome si yo vería lo mismo que él. Entonces me separé, lo suficiente para buscar en el ropero una manta que coloqué sobre sus hombros. Apoyé su cuerpo sobre el mío, dándome cuenta de lo poco que pesaba. Le arrastré escaleras abajo rezando porque nadie viese mi osadía. Abrí la puerta y salimos. Mikel no preguntaba, no cuestionaba mi impetuoso acto, no se negaba a ser arrastrado por mí. Caminamos hasta el borde del bosque. Me detuve, pero él siguió paseando su cuerpo sobre la hierba regada con la nieve derretida. Finalmente interrumpió su avance y buscó mi mano. No recuerdo exactamente cuanto tiempo me mantuvo allí apretándome con fuerza. “Ahora sí”, dijo mientras sus pulmones se llenaban de aire y una sonrisa se formaba en su cara. El viento surgió dejándose mecer por las ramas, provocando un sonido musical. “Por fin me revelas las notas de tu sinfonía”, gritó Mikel con tanta fuerza que pensé que me arrastraría al suelo. Entonces yo también escuché aquel extraño mensaje de la naturaleza. Cerré los ojos, precipitándome hacia una época distinta, infantil, comprendiendo finalmente el lenguaje de la vida.

Días después di por terminado mis particulares vacaciones y regresé a mi casa. En mi última visita a su cuarto, Mikel me entregó una sonrisa sincera. La primavera surgiría sin mí en aquel paraíso, María y Manuel continuarían llenando de amor el viejo caserío y el viento seguiría recorriendo los bosques anhelando encontrar un oído que supiese escucharle.

¿Y Mikel? Mi viejo amigo aún me manda postales después de tantos años, las cuales comparto con mi marido y mis hijos, deseando que alguna vez ellos también encuentren respuesta a las preguntas que la vida les vaya proporcionando.


jueves, 1 de mayo de 2008

El primer recuerdo

La carretilla dejaba de utilizarse para su oficio habitual, para convertirse en divertimento para la pequeña Mayte. No recuerdo quién ni porqué, en lugar de brindarme con una piscinita de plástico, me colocaban sobre el metal bañado por el sol durante toda la mañana. El agua se balanceaba alrededor de mi barriga, mientras que mis cabellos y las rosadas mejillas se mojaban cuando mis manos rompían el líquido material provocando inmensidad de gotas voladoras. León, el sabio perro de Mamica, vigilaba que nadie me molestase, ahuyentando a los gatos que, extrañamente, pretendían compartir mi baño. Se que me vigilaban sentados bajo el techado de caña y esos racimos de uva que pendían entre los huecos, pero en mi recuerdo solo están sus voces, animándome, y en mi cabeza la imagen de mi misma, como si mi cerebro hubiese captado todos los elementos y formado una película de aquel momento tan especial.
Lo recuerdo perfectamente, o quizás, esos huecos inexplicables de la infancia se han llenado con fotografías e historias narradas por aquellos que la compartieron.