domingo, 17 de febrero de 2008

El hogar se queda atrás, pero siempre espera.

La luna presenciaba intacta, plena e incansable mi amargo caminar sobre aquella piedra húmeda y negra por donde vagaban mi pasos. Los pequeños charcos formados por la lluvia arrojada durante las primeras horas, estallaban en diminutas gotas rebotando contra mis botas. Aquella ciudad que ahora se abría ante mí dibujando sus contornos, me había olvidado, echado, expulsado de sus recuerdos y de su censo, renegado a un lugar lejano. Sin embargo, aquella noche inmensa la calle se me mostraba cálida como buena anfitriona, donde simulados farolillos pendían de algunos muros, iluminando mis negras vestimentas y mi sombrero. Los edificios clamaban a gritos un espacio donde expandirse en aquella amalgama de construcciones vencidas por el paso del tiempo, las fachadas sostenían los ruinosos balcones y en cada uno de sus tejados plateados graznaban los cuervos. Dejé atrás las anchas puertas de madera tintada de colores gastados, para adentrarme, como era mi intención, en aquel vergel que rodeaba el viejo mercado. Multitud de flores se exponían deseosas de que la luz nueva reflejase sus vivos colores palidecidos por la larga nocturnidad, recelosas no obstante ante mi presencia; embargándome, acompañándome y trasladándome con su dulce aroma a un recuerdo, una imagen de un pasado no tanto olvidado como arrinconado en algún lugar de mi cabeza.

Comencé a escuchar las primeras voces del mercado nocturno, unas más altas que otras, graves, finas, suaves y fuertes. Cada una de ellas me fue mostrando a su dueño al acercarme.

Un jovencito de rostro alegre y ojos despiertos rozó mis enguantadas manos, “¿Un periódico, señor?”, preguntó, ofreciéndome uno de los diarios mientras sujetaba entre su raída chaqueta varios ejemplares más. Rebusqué entre mis bolsillos, deseando encontrar quizás, alguna moneda perdida. Mis dedos rozaron el metal, pero en aquel entonces supe cual sería el destino de aquel objeto.

Caminé varios metros, dirigiéndome allí donde un edificio enorme presidía la plaza, donde los balcones eran más grandes y las puertas más anchas, donde la construcción parecía brillar orgullosa de los siglos llevados en cada piedra que la constituían. Pude escuchar entonces la voz de un anciano, serena y profunda. Sus arrugadas manos sujetaban un fino palo, mientras una manzana nadaba en un bolde impregnándose de un sabroso caramelo. Continué no obstante, acompañado del meloso olor. Subí varias escaleras alejándome del bullicio. Un perro permanecía tumbado al pie de una puerta abierta y al pasar junto a él gimió protestando por mi molesta presencia. Saqué la moneda y la lance. El redondeado metal giro en el aire, hundiéndose al final en las tranquilas aguas de la fuente de los deseos. “Estoy en casa” sollocé “Estoy en casa”.

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