sábado, 27 de noviembre de 2010

El reloj de perlas

En un principio, el sol marcaba el paso de un tiempo que los humanos aprendieron a utilizar a su antojo. Las arenas del desierto más solitario reflejaron después con su caída en un recipiente de cristal, la rápida conquista de una libertad camuflada de intereses y vanas expectativas. Las eras se han continuado sin previsión alguna de esperanza, mientras en algún lugar de esta yerma tierra que alguna vez fue fértil, un ser alado e inmortal cuenta con lágrimas perladas cada retazo de tiempo restado a la cuenta atrás. Pues no habrá más fin que el destinado a un mundo decadente, frío y hastiado, excepto que se cumpla la leyenda de los ancianos de los Picos Altos. Cuentan los antiguos escritos, que un humano de corazón impugnable y frío, pero de valerosa arma, será quien derrame una lágrima de tristeza sobre el Reloj de Perlas, de cuyo líquido germinará La Madre, iniciando así la nueva era en el que el tiempo no será más que un espacio donde vivir.

Narial se sació de sangre y venganza aquella noche. La espada, rota por el esfuerzo, cayó sobre la piedra del zaguán. La herida del brazo parecía insignificante en comparación con la que ella había provocado en las filas enemigas. Se quitó los guantes y observó la pequeña reliquia conseguida de uno de sus contrincantes. Un objeto extraño colgaba ahora de su mano, similar a un medallón, de un material derivado del acero pero cuya tonalidad variaba constantemente. Siguió analizando su premio hasta que distinguió la figura de una fortaleza en lo que parecía el grabado de un escudo. Suponía un gran esfuerzo apreciar aquel dibujo, pues toda la superficie plateada se surtía de innumerables líneas geométricas. Sintió entonces un nuevo deseo de conquista y de encontrar la familia y la tierra de la desconocida insignia. Elegiría a sus mejores hombres al amanecer. “Un buen premio por una larga batalla” susurró, mientras en algún lugar, un ser alado e inmortal, vertía una nueva lágrima.

La guerrera y sus hombres cabalgaron durante días, y los días se hicieron meses. Pero no hubo rendición para sus cuerpos cansados ni fatiga para la esperanza. Los espectaculares equinos, transformados ahora en enfermizos animales, arrastraban a sus dueños a una tierra desconocida. Pero Narial seguía erguida, fuerte, con el único propósito de conseguir y apoderarse de aquel lugar lejano. Permanecieron perdidos durante años. Desconociendo los caminos, enloquecidos por la lejanía del hogar. Los ojos de la que antaño fue una mujer jovial y hermosa, se escondían entre la pálida piel y las huellas que el tiempo había escrito en su rostro. Quizás fuera la hora de regresar al hogar, pues no cabría ya más victoria que el reconocer su fracaso y abrazar a aquellos que quedaron atrás.

Las vías de regreso al hogar, irreconocibles tras décadas de una cruzada mortal, confundieron su rumbo tantas veces que algunos más de sus fieles soldados tomaron el rápido descenso a la inmortalidad y el descanso.

Tres eran los que la escoltaban hacia las ruinas del cenit de su vida, cuando vio la alta fortaleza alzada sobre una morada que le resultaba familiar. Junto al muro del norte, cuya puerta de madera añeja invitaba a huir, se mostraba el grabado de una familia, el escudo esculpido coincidía con el del medallón, el único acompañante que permanecía en su corazón, aprisionándole, arrancándole cada suspiro de razón. Narial sonrió, animando a sus hombres, hasta que algo más se hizo familiar. El patio, la entrada a la vieja fortaleza a la que se le había añadido una torre, las escaleras, y las viejas almenas, desde donde sus antepasados habían decidido el destino de sus ejércitos. El hogar, ¡aquel era su hogar! Pero, ¿cómo era posible? Corrió hacia el jardín, hundiendo las rodillas en una tierra antaño fecunda, donde alzó por primera vez una espada con honor, donde sus deseos de ser una gran señora infringieron la gran herida del orgullo y el poder en su alma. Y entonces lloró, extrañada porque nunca lagrima alguna había corrido por sus mejillas hasta el territorio virgen de sus labios. Aquella jugarreta de los dioses. Más de cincuenta años buscando un lugar, y sólo tenía que esperar, viendo en lo que se convertiría el suyo. Ignorando no obstante, que si no se hubiese marchado, las cosas podrían haber sido distintas. Si hubiese valorado más su tierra…

El medallón cayó a la tierra junto a sus manos, y el primer rayo de sol rozó débilmente su brillante composición. “Los siento padre. Mirad en lo que convertí la heredad de vuestros ancestros.” Los destellos resbalaron del colgante hacia el suelo. Allí donde las lágrimas de Narial habían humedecido la tierra una raíz brotó con lento baile. Creció mirando al sol, hasta que una espléndida flor abrió sus vestidos para que aquellos guerreros pudiesen observar su color que la dotaba de gran hermosura. Aún la humanidad no estaba perdida.

El viento comenzó a soplar alejando la letanía del lugar y trayendo un nuevo sentimiento, la esperanza, el arma inmortal y eterna, la más fuerte.

© Mª Teresa Martín González

5 comentarios:

  1. MªTeresa,¡¡¡MUY HERMOSO!!!Todo lo que escribe, lo leo con entusiasmo y avidez. Un saludo ,ANTONIA.

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  2. ¡Cuánta belleza en las palabras de este relato! Sofisticado e intrigante, nos dejas con ganas de saber más de ella.

    Un abrazo. Me ha encantado

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  3. Hola Maite, me ha encantado la historia de tu relato, y sobre todo lo bien escrito que está, no dejes de escribir. Besos Maruja.

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  4. Hola Maite, me ha encantado la historia de tu relato, y sobre todo lo bien escrito que está, no dejes de escribir. Besos Maruja.

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  5. Reglamento para soñadore
    Traicionar reglamentos anteriores
    Vacunarse contra los despertadores
    Despeinar las hojas de los libros
    Ordenar las ideas como flores
    Defender las tristezas en colores
    No perder la razon si equilibrio
    Y mañana vendran sueños mejores
    Sigue soñando
    Enrique

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