miércoles, 28 de diciembre de 2011

AUN EN EL OLVIDO


Querida mujer, que me soportas cuando el viento del olvido acucia mi mente, que me rozas cual pastor para mantenerme en el camino y a tu vera. Querida esposa, amante y perpetua columna de mis sentidos. Ahora, en este tiempo deslucido, ajeno a todo encanto y perdido completamente en una sinrazón que enajena mi mente, tú encandilas mis pasos.

Ciertas son las palabras ajenas que te llaman, que te visten de piropos y te sonrojan, más no hay mayor verdad que la de este sereno que te espera con hermosos versos. Apenas retazos de poesía quedan cuando el candor de tu mirada se libera entre los barrotes de la costumbre. Y yo, preso aun en la impericia de hacerte feliz, aferro con torpeza los breves recuerdos que no caen frenéticos en el olvido.

No recuerdo verme secar tus lágrimas sino a golpe de reproche y mando viejo. Pero tu complacencia reposa mi ímpetu y anestesia mi dolor por verme vacío de nuestro pasado.

En mi mente comienzan a perpetuarse las lagunas que antaño nos hacían sonreír con despreocupación. No están ociosos mis encuentros oscuros con la nada, no, se colman con el sufrimiento y la desesperación por no saber, por no lograr discernir nuestros retratos que para mí permanecen mojados por la lluvia. En esta historia inconclusa en la que se han borrado los párrafos más importantes, aun te mantengo y te agarro con mis débiles manos, procurando sin más no olvidarte.

Si de un castigo se tratase el hecho y la angustia de desconocer tu rostro, no hay pecado tan grave cometido capaz de hundirme en esta alcoba llena de confusión. Compañera, amiga incondicional de mis actos, sepulturera de la desesperanza y enfermera de mi corazón herido.

Atrás quedan las frescas brisas que nos mecían, los sauces y los pasteles recién horneados. Antaño se llama el tiempo y el viento que hace crujir las podridas vigas. Añejo pronuncian las gargantas mientras saborean el alimento que antes fue manjar y que ahora nuestras encías muerden, intentando atrapar el jugo de los recuerdos.

El tejado de nuestro hogar se ha vendido y desmenuzado. Tres paredes son las que me cobijan del olvido, con ventanas que me permiten vislumbrar lo que fuimos, lo que soy y que pronto dejaré de ser. La cuarta pared es la que contiene la torcida portezuela que me invita a pasar donde ya solo quedan arbustos, donde las alimañas se ciernen con la edad, donde el horizonte se ve aun más grande, más limpio, pero también solitario y libre de cualquier color, ausente del esmalte de tus ojos.

No quiero irme sin marcharme, no quiero desvanecerme como el humo de aquel cigarrillo dejado en el cenicero para que se consuma poco a poco, no, no quiero. Cómo voy a permitir que me cuides sin tenerme. Me arde el corazón cuando mantengo tu mirada condescendiente, y entiendo tus palabras de amor sin que emitas sonido alguno. Sin aire respiro, sin sangre me acaloro con tus atenciones. El árbol que plantamos ha crecido, recibiendo tantas primaveras que me he permitido dejar de contar y dedicar las horas contemplando los frutos que penden de sus floridas ramas. Aun riegas las raíces con dulzura y pasión pese a lo ineficaz de tus actos para esta mente que ya siente perdida. Porque todo se va haciendo invisible, se funde en discordancias y me mata en vida…

No es mi mano firme la que arrastra estos renglones, sino el temblor de unas falanges que temen perderte en la ignominia del olvido, de un cuerpo que aun mantiene el calor de tu piel prendido como un rosario.

© Mª Teresa Martín González