
Aquella noche me desperté tres veces. Una para estirar el brazo sobre el que yacía incómodo mi huesudo cuerpo. La segunda con el fin de colocar en su sitio un desagradable muelle, cuya más que respetable punta se había aventurado en mis costillas. Y la tercera para respirar el cemento de estas paredes, el único aroma al que se me ha permitido acostumbrarme, y así evadirme de la tranquila ensoñación en la que me encontraba sumido. En este pequeño habitáculo de lisas paredes, los sueños nocturnos son pesadillas al amanecer, cuando no te queda más que una puerta blindada y hermosas vistas al tendedero de algún vecino indeseado.
Un moderno reloj me hace saber que aun el tiempo corre, pero sus manillas están rotas. Quizás ese constante ruido “tic-tac, tic-tac”, sea el de un lejano latido, y que el tiempo se encuentre detenido en esta fría habitación. Puede que todo el mundo se haya parado a esperarme en solidaridad a mi locura. Ella permanecería recostada en su balancín, con los ojos cerrados, joven, hermosa en su perenne calidez, y yo regresaría acompañado de sueños, ilusiones, de mil y una esperanzas que resbalan cada vez que intento colgarlas en estos grisáceos muros. Aún concibo la idea de verla sentada frente a mi, en la única silla de la estancia. Si ella viniese a verme la acomodaría junto a la ventana, al pie de la cama, donde los escasos rayos de sol dibujarían su sombra en los mohosos lienzos de mi colchón. Así, cuando me recostara sobre las húmedas sábanas la sentiría, y como otras noches de insomnio abriría tres veces mis ojos. Una para abrazar su recuerdo, la segunda con el fin de hundir en mi cuerpo el aroma de su compañía. Y la tercera para derribar esta cárcel del alma oscura y solitaria.
© Mª Teresa Martín González