sábado, 19 de diciembre de 2009

Dama, dama, dama...


Elba caminaba confundiéndose con las cortinas que aún permanecían colgadas de aquellas ahumadas ventanas. Parecía querer desaparecer, rasgarse las vestiduras y huir de aquél cuerpo eterno que la mantenía entre las paredes de piedra oscura. Tiempo atrás las enormes arañas que pendían del techo iluminaban las grandes estancias, permitiendo al visitante disfrutar de los coloridos murales y las riquezas distribuidas estratégicamente a lo largo de los corredores. Ahora ella miraba con desgana los tapices rotos y las paredes teñidas por la humedad. Sin embargo, el viejo reloj de su padre, colgado sobre la chimenea herrumbrosa, permanecía constante, marcando esos segundos que se detuvieron para todos, como ese corazón que se niega a dejar escapar el último aliento.

La noche no le procuraba placer alguno y el amanecer tampoco le consolaba, sumida ella como estaba entre sus almohadones mojados por las lágrimas. “¿Por qué esa música, por qué esas risas si ya no hay nada…no hay nada?”, repetía como una costumbre impuesta cada atardecer. Elba se detuvo frente al espejo de una salita, destinada antaño para que las damas se retocasen y pudiesen huir durante un momento del humo provocado por los habanos que fumaban los hombres. Aún permanecía sobre el tocador la colección de frascos de perfumes. De vez en cuando cerraba los ojos y acogiéndose a una inmensa imaginación, podía percibir aún los aromas. Rosa, jazmín, amapola, pero no resultaban ser más que un vano consuelo en aquella tumba repleta de olores rancios y del hedor a madera vieja. Elba cogió uno de los frascos, uno muy pequeño pero realmente hermoso, como si la mano de una diosa hubiese bordado sobre el cristal con su aliento divino. Lo limpió con la manga de su vestido, consciente de que horas después volvería a convertirse en un objeto más cubierto por el polvo. Observó nuevamente su reflejo mientras hacía el gesto de perfumarse. Entonces una imagen más apareció en el espejo. “La añoranza no te aporta más que dolor, Lady”, susurró un hombre con voz serena y firme. Ella se giró lentamente, acostumbrada como estaba a sus repentinas apariciones. Recorrió su hermoso rostro con la mirada, preguntándose como aquellos labios podían estar siempre sonriendo mientras que los suyos se limitaban a muecas indefinibles desde hacía mucho tiempo. Él le ofreció su mano y ella la tomó, caminando juntos nuevamente a través de los corredores.

“Por qué esa música, por qué esas risas si ya no hay nada… no hay nada”, gritó en su interior, segura de que su acompañante podía descifrar sus pensamientos. Se detuvo frente a una inmensa puerta, cabizbaja, deslizando sus faldones hacia atrás dejando ver sus coquetos zapatos de charol. “Ellos no son conscientes como tú y yo, tienen esa suerte”, susurró él. ¿Qué nos diferencia de esas personas? ¿Acaso no tuvimos el mismo final, acaso no cometimos los mismos pecados?” musitó con un hilo de voz mientras disfrutaba de la grata caricia de la mano varonil en su mejilla.

Elba no desconocía que las preguntas nunca tenían respuesta en aquel lugar y que su destino no iba más allá que repetir una y otra vez la misma historia. Por la mañana las telarañas volvería a cubrir el dosel de su cama, encontraría el lecho vacío hasta que Edwar apareciese tras de ella frente al espejo y, por mucho que caminase y corriese por aquella mansión que alguna vez fue un acogedor hogar, sus zapatos siempre permanecerían impecables y nuevos en la noche.

Las puertas se abrieron interrumpiendo el silencio que se había formado a su alrededor, permitiéndoles el acceso al salón principal, dónde las luces, la comida y el vino, las damas con sus trajes y los caballeros intentando destacar, permanecían ajenos a todo, felices en su desgraciado destino, mientras una alegre música les acompañaría hasta el amanecer.


© Mª Teresa Martín González

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