Comencé a escuchar las primeras voces del mercado nocturno, unas más altas que otras, graves, finas, suaves y fuertes. Cada una de ellas me fue mostrando a su dueño al acercarme.
Un jovencito de rostro alegre y ojos despiertos rozó mis enguantadas manos, “¿Un periódico, señor?”, preguntó, ofreciéndome uno de los diarios mientras sujetaba entre su raída chaqueta varios ejemplares más. Rebusqué entre mis bolsillos, deseando encontrar quizás, alguna moneda perdida. Mis dedos rozaron el metal, pero en aquel entonces supe cual sería el destino de aquel objeto.
Caminé varios metros, dirigiéndome allí donde un edificio enorme presidía la plaza, donde los balcones eran más grandes y las puertas más anchas, donde la construcción parecía brillar orgullosa de los siglos llevados en cada piedra que la constituían. Pude escuchar entonces la voz de un anciano, serena y profunda. Sus arrugadas manos sujetaban un fino palo, mientras una manzana nadaba en un bolde impregnándose de un sabroso caramelo. Continué no obstante, acompañado del meloso olor. Subí varias escaleras alejándome del bullicio. Un perro permanecía tumbado al pie de una puerta abierta y al pasar junto a él gimió protestando por mi molesta presencia. Saqué la moneda y la lance. El redondeado metal giro en el aire, hundiéndose al final en las tranquilas aguas de la fuente de los deseos. “Estoy en casa” sollocé “Estoy en casa”.
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